Los buenos aficionados no perciben la tragedia. Están más del lado de la belleza, aunque haya casos en que los gustos merezcan palos. En ello también cuenta al grado de partidismo que influye en el sentimiento artístico. Pero hay algo indudable, pese a las deformaciones del nuevo arte, respecto del canon clásico de la belleza. Yo, mi palabra de honor y pese al equívoco riesgo de mi virilidad, se distinguir un hombre guapo de uno feo. Otra cosa es que haya feos con personalidad que resulten guapos y guapos que se pierdan en el anonimato por su absoluta falta de salero. Pero, en un espectáculo como el de la fiesta española, en el que la significación del sacrificio se salpimenta con el adobo de la estética (término vilipendiado por algunos comentaristas y trufado con una h pese a la autoridad de la R. A. de la Lengua Española que dice que la estética es la “ciencia que trata de la belleza y de la teoría fundamental y filosófica del arte), es importante contar con la belleza de sus actores. Ya en el primer triunvirato de nuestra Historia (Taurina, España) el guapo era Pedro Romero y los feos Joaquín Rodríguez “Costillares” y “Pepe-Hillo”, ojos saltones y talle amplio, que no cuenta para esta historia. Al primero le agasajaban y enriquecían y al segundo, palabras y lisonjas.
A Romero con fortuna
le regalan el bolsillo,
a “Costillares” con versos
tan solo el oído.
Aquel saca más de Creso
que este de Homero y Virgilio,
a quien protegen poetas
nunca puede morir rico.
El siguiente fue Francisco Montes “Paquiro”, que añadió a su buena presencia física una gran personalidad en el vestir. Dicen que hasta inventó la montera que se colocaba sobre su profusa mata de pelo recogida por un moño descomunal, bien liado en su capote sobre el hombro izquierdo y con un caliqueño entre los dedos de la mano de ese lado, vivaz estampa que hemos conocido en estos tiempos gracias al valenciano Antonio Cavanna y la litografia de Laujol de París. Vestido de tela negra bordada en plata, camisa de chorreras, pañoleta de amplio nudo, faja del mismo color, pañuelo que asoma del bolsillo de la chaquetilla, boca apretada, nariz recta y ojos inquisidores. La montera sin machos, casi rectangular, que parece nacer a modo de boina y que recoge todo el pelo del de Chiclana, enmarcado su rostro entre las largas patillas. Una estampa sublime copiada casi línea por línea en la persona de un torero de esta época, Morante de la Puebla, al que algunos le critican la abundancia de su cabellera. En otros tiempos se hablaba de los tufos de “Frascuelo” frente al pelo ralo de “Lagartijo”, dos hombres guapos pero muy distintos. Antes es necesario citar a Cayetano Sanz, retratado en litografía por Urrabieta y al óleo por Madrazo y Perea, pero sin sus características patillas de hacha tal como aparece en las fotos posteriores y al que admiraban señoras de alto copete. Le llamaban el “Petronio de la Arganzuela”, barrio de Madrid donde nació. Se le tiene como el primer diestro capitalino que compitió con los toreros andaluces. Con él aparece el término de elegancia. Tuvo el honor de conceder la alternativa a Rafael Molina “Lagartijo”, primer Califa del toreo, nombrado por la máxima autoridad del Califato que no era cordobés, que era de Zaragoza, don Mariano de Cavia, “Sobaquillo” para estos menesteres. La elegancia. Mazzantini le dio la vuelta a la tradicional forma de vestir de los toreros. No en el ruedo, sí en la calle. Buen mozo, con incipiente calvicie, vistió moderno y funcional en su vida privada y palaciego en su quehacer público, frac y chistera de alta copa y siete reflejos, bastón de mando y solemne apostura. Y en la línea de Cayetano, Antonio Fuentes, elegantísimo frente a la tradicional forma de vestir de “Guerrita”, dando paso al enfrentamiento entre José y Juan. José, inmaculado; Juan, revolucionario. Hasta se hizo un abrigo con trabilla en la espalda. Pero tenía duende pese a que fuera francamente feo y poco garboso. Se transformaba. Tras los años 20, Curro Caro, que era bien parecido y tenía buena figura, me hablaba excelencias de Félix Rodríguez, el santanderino recriado en Valencia, que tenía todos los números de la rifa para la excelencia en el arte de torear. Lo perdió todo. En esa época nació “Cagancho”, del cielo al infierno, al que yo recuerdo enfundado en un traje verde y plata similar al que Albaicín viste en el retrato que le hizo Zuloaga y que fue su primer impulso para tocar la gloria con la punta de los dedos. Torero, pianista y actor, compadre de Rafael, el de los Gitanillos, y compañeros de terna con don Joaquín en la famosa corrida de Carabanchel. Y elegantes también Manolo Escudero y Mario Cabré, este último, polifacético a tope, pasó modelos para una fábrica textil catalana. Y, con el recuerdo del Indio Gaona, Garza y Armillita, tres mexicanos de altura, Capetillo, Jesús Córdoba y Alfredo Leal. Un recuerdo al traje corto que “Manolete” lució la noche de los poetas en el restaurante “Lhardy” de Madrid.
El traje de luces se mantenía sin demasiadas variaciones de la mano de Fermín, Nati y Justo Algaba, aunque el torero y pintor Jhon Fulton dibujara especiales grecas y otras expansiones clásicas para los trajes de Curro Romero con falsas solapas. A Curro había gente que le iba a ver hacer el paseíllo y otros que le motejaban de saco de patatas antes que a Paco Ojeda. Fue Luis Miguel, en su reaparición de 1971, cuando, con la disculpa de aliviar el peso del vestido, le quitó adornos y bordados y le hizo exclamar a su amigo don Marcelino, pequeño de estatura, proporciones armónicas, funcionario de Hacienda, fumador de puros habanos más grandes que los de Churchill y juguete en brazos de Dominguín en las tientas privadas: “Pareces la Pantera Rosa”. Montera cuadrangular, modos poderosos y mente despierta. Luis Miguel hasta el final. En Guadalajara, un espectador le grito “Luis Miguel, alegra al toro”.”Qué quieres, ¿que le toque las castañuelas?”
Recordar a Manolo Martín Vázquez, el hermano de Pepín, un figurín en traje de calle, y a José Morales, el hijo de “Ostioncito”, calva tostada al sol, repeinado y perfectamente “maqueao”, apoderado de Dámaso Gómez, en feo, pero menos que “Manili” o Pedrín Benjumea, a los que uniríamos en estos días al imprevisible Talavante. Sensu contrario, José Fuentes y su sastre Alamín que le daba lustre a su buena estampa.
Para mí, el ideal humano para el arte del toreo es Paco Camino, ni alto ni bajo ni gordo ni flaco, en su punto. Bien vestido en el ruedo y en la calle. Armonioso y flexible. Una sinfonía humana. En el polo opuesto, Rafael Ortega. Con defectos superados, Antonio Ordóñez, zambo que antes de coger muleta y espada se echaba un vaso de agua en el talón de cada zapatilla. José Mari Recondo también era algo zambo, mientras que su padre decía de un torero aragonés era el primero al que veía codillear con las rodillas. En la otra orilla, los estebados, las piernas como dos paréntesis, el más ilustre, el señor don Francisco Quevedo, y el más moderno y poderoso, David Fandila “El Fandi”.
Tengo que aclarar que Pepe Dominguín era más proporcionado que Luis Miguel y mejor banderillero y Domingo, el hermano mayor, el mejor con la espada. Y su hermana Carmina, la mujer más carismática que yo he conocido. Supo templar la vida de un hombre difícil como Antonio Ordóñez y mantener el espíritu de una amplia familia de toreros de genios diversos. Y, otra aclaración más: yo creo que el vestido de la reaparición del pequeño de los Dominguín lo diseñó Rafael Alberti, que también ilustró los programas de su reaparición en Las Palmas de Canaria.
El que ha revolucionado el vestuario de los caballeros toreros españoles, cosa que ya inició tímidamente Alvarito Domecq, ha sido Pablo Hermoso de Mendoza, para competir en vistosidad y elegancia con los portugueses. Desterrado el campero andaluz, ahora viste con bota alta, pantalones ceñidos y chaquetillas bordadas. Se toca con el catite o el calañés. Todavía recuerdo aquel día del año 1961 en el que la duquesa de Alba abrió plaza a caballo en las Ventas, montada a la amazona y tocada con un catite. El catite es un sombrero de copa cónica y ala vuelta que en ocasiones se coloca sobre un pañuelo anudado en la nuca del jinete. Su nombre viene de un panecillo salpicado de azúcar muy refinado y que tiene la misma forma. Parecido al calañés, de Calaña, Huelva, de terciopelo. Ambos tocados le sorprendieron al sombrero de la calle de Las Sierpes de Sevilla, don Juan Miura Rodríguez, ganadero de fama universal e imperecedera que hasta le ha dado el apellido a un japonés artista que ha puesto una instalación, a la que algunos llaman escultura, en el Palacio de Cristal del Retiro madrileño. Elegante es el sombrero ancho sea cordobés, jerezano o sevillano según la altura de su copa, pero también lo son el catite y el calañés pese a ser el tocado de los mozos de Las Cuevas de Luis Candelas. También todo lo que digo depende de quién se lo ponga, vestido o tocado. La mayoría de las mujeres que se visten de toreros tienen un problema, el trasero. Es que, aunque se empeñen las feministas, gracias a Dios los hombres y las mujeres somos distintos. Solo recuerdo un torero culibajillo: el colombiano Miguel Cárdenas, el que puso sitio a la plaza de toros de Barcelona hasta que don Pedro Balañá accedió a darle la oportunidad. La estética no encontrada; valor y voluntad, a espuertas.
En este mundo nuestro, el hábito hace al monje y lo retrata, incluso en el caso de Dámaso González y J.J. Padilla hasta que se puso el parche de pirata.