Un amigo heredado, Gonzalo Checa, compañero de colegio de mis hijos, me ha pedido que le cuente la historia de la Plaza de Toros de Zaragoza. Yo no encontraba el momento de hacerlo aunque en las situaciones más amargas es cuando hay que hacer balance y recordar viejas glorias que no sé si sirven de consuelo, pero sí ponen las cosas en su sitio. En eso estamos. Luego, albarda sobre albarda, al Iñigo del bigote más famoso que el de Dalí o Stalín se le ocurrió afirmar que las plazas de toros eran los lugares más incómodos a los que acuden los espectadores previo pago de la correspondiente localidad y, siendo esto verdad en las plazas más emblemáticas de nuestra geografía nacional, Madrid y Sevilla, también es cierto que la primera con butacas se ha cerrado para siempre, Barcelona, la moderna y funcional de San Sebastián está condenada políticamente y la de Zaragoza, la más modernizada respetando su base del XVIII, está a punto de fenecer entre pleitos y despropósitos. Al margen dejamos a las modernas de La Coruña, Vista Alegre, Leganés, Logroño, en parte Pontevedra o Bilbao a raíz del incendio que, según los partidarios de Manuel Benítez, se provocó por los entusiasmos cordobesistas la noche de su debut como novillero, las cubiertas de nuevo cuño, a imagen y semejanza de la obra pionera realizada en Zaragoza sobre la base de un edificio construido en 1764, cuatro años después de la de Sevilla, ambas rematadas o completadas a lo largo de los años, de los siglos.
Fue en junio de 1761 cuando la Real Casa de Misericordia decidió la construcción de la plaza de toros para, con sus ingresos, ayudar al mantenimiento de la institución benéfica. Antes, en recintos improvisados, se habían dado festejos o alardes caballerescos en los alrededores de La Aljafería, en el Coso, La Magdalena o el Mercado, pero fue don Ramón de Pignatelli y Moncayo el que llevó adelante la obra en 1764, en cinco meses y con un coste de 640 mil reales de vellón, para inaugurarse los días 8 y 13 de octubre de aquel año con ganado de Ejea de los Caballeros, de Diego y Francisco Bentura, los Salinas, Lopez Artieda, Murillo y Alamán. Y entre los toreros, Antonio Ebassun “Martincho”, que actuó en los dos festejos, a los que asistió Goya, Juan y Manuel Apiñaniz, Sebastián el Gitano, Raimundo el Indiano y otros de menor renombre. (Recomiendo “Orígenes de la Plaza de Toros de Zaragoza”, de Alfonso Herranz Estoduto”)- Mencionar que al año siguiente, 1765, hizo el paseíllo en la nueva plaza Juan Romero, patriarca de los Romero de Ronda que, con su hijo Pedro como máxima figura, protagonizaron las mayores hazañas taurinas del último tercio del siglo XVIII junto a Joaquín Rodríguez “Costillares” y José Delgado “Pepe-Hillo”, todos ellos presentes en los mayores fastos de la recién estrenada plaza. Pero Carlos III prohibió las corridas durante cinco años y en 1789, para los festejos celebrados con motivo de la Coronación de Carlos IV, hubo que realizar obras por un importe de 2.935 libras. Otra reforma en 1895 y una fundamental que se inició en 1917 con motivo del impulso que la fiesta tuvo en Zaragoza con el enfrentamiento de los partidarios de Herrerín y Ballesteros. Luego ni uno ni otro pudieron torear en el remozado coso porque Herrerín, todavía novillero, murió en la plaza de San Roque y Ballesteros, ya matador de toros y con la protección de Joselito, murió en Madrid como consecuencia de la cogida que sufrió en la plaza de la Carretera de Aragón. La obra la dirigieron los arquitectos Félix y Miguel Ángel Navarro, padre e hijo, y consistió en sustituir la fachada original, copia de la plaza de la Puerta de Alcalá madrileña y similar a la de Aranjuez vigente, por una de estilo neo-mudéjar, ampliar gradas y andanadas y una nueva enfermería sobre la que se construyó la casa del conserje. Se alcanzó un aforo de 14.294 localidades-. Desde 1918, año de la epidemia de la gripe, hasta 1979 apenas hubo alguna reparación puntual mientras todas las dependencias de la plaza se deterioraban a ojos vista y fue la limpieza de la fachada la que descubrió la belleza del coso de Pignatelli, al que yo me niego a llamar de “La Misericordia” para no confundirlo con los de Pamplona o Bilbao y para apartar de ella este cáliz del “miserere cordia”, miseria del corazón. En tiempos de la justicia social no podemos hablar de beneficencias o misericordias.
Han sido muchas las cosas que han cambiado en la plaza de toros de Zaragoza, corrales, chiqueros, cuadras, viviendas, cuevas, aseos, bares, taquillas, capilla, patio de caballos, enfermería, pasillos, gradas, andanadas y tendidos a pesar de las piedras centenarias en las que se sentó don Francisco, al que se le designó un lugar de honor para que desde el bronce del escultor Arcón presidiera la fiesta a la que tanto amó y de la que es el mejor cronista. El capricho de un empresario y el consentimiento de los políticos han condenado a Goya a un rincón del llamado patio de cuadrillas escondido entre ramas y furgonetas de reparto. Así nos van las cosas. Se ha bajado la capacidad de la plaza a 10.500 localidades y el año pasado en ninguno de los festejos se puso el cartel de “No hay billetes” aunque algunos pongan la disculpa de que Goya ocupa cuatro asientos. La sugerencia es que la DPZ pague el abono perenne de DON FRANCISCO.
Al margen de este desagradable episodio, la plaza zaragozana es ahora una de las mejores plazas de España y la segunda entre las plazas de primera, después de la de Sevilla (1761). Hay otras que se consideran más veteranas, Béjar o Las Virtudes de Santa Cruz de Mudela, pero, por historia e importancia, Zaragoza está por delante incluso de la de Ronda, que es más moderna que la del Betis y la del Ebro. A trancas y barrancas, la hemos mantenido como tal plaza de toros aunque hubo sus intentos de llevarla a Torrero y abrir una gran avenida desde el Campo del Sepulcro, el del Toro y las Eras del mismo nombre hasta el Ebro. Se suprimieron los anuncios de las balconadas de grada y andanada, se cambio la puerta del inicio del paseíllo para que los picadores no tuvieran que pasear por la calle Pignatelli, se colocaron las pantallas digitales para dar noticia de toros, toreros, música y otras informaciones, se habilitó un recinto para contemplar el apartado de los toros, se cambió la presidencia y se cubrió la plaza para evitar la inclemencias del tiempo, las de primavera y otoño. Ya ningún torero tiene que asomarse a la ventana del hotel para comprobar si sopla el cierzo o el bochorno, llueve o truena. La idea inicial de la cubierta vino de la mano del arquitecto cubano Bernardo Díez (novillero esporádico a su llegada a España y bailando con “El Cordobés” con el sobrenombre de “El Guajiro”) con una maqueta de madera con grandes ventanales que armonizaba perfectamente con la vetustez de la plaza. Se la presentó a Arturo Beltrán, a la sazón mago de las finanzas y empresario de la plaza con el acompañamiento profesional de los hermanos Valencia, Pepe y Victoriano Cuevas Roger, y el de Utebo buscó otros proyectos técnicos y se encontró con los ingenieros alemanes artífices de la cubierta del campo de fútbol de Munich, una gran rueda de bicicleta para sujetar la cubierta de teflón y otros ingeniosos artilugios. Pero la base fue el reforzamiento de la obra del XVIII y de 1917 y el cinturón de hierro relleno de hormigón llevados a cabo por el arquitecto José María Valero, autor de la Estación Modal de Las Delicias, de la Casa de la Dolores de Calatayud, el Palacio de Sástago, el antiguo Casino Mercantil y otras restauraciones, coleccionista de tranvías y trenes y experto en diversas cuestiones. Ahí está una plaza modelo sobre un edificio de 1764. Un milagro.
Otro asunto es el de la actividad taurina en edificio tan singular. Ya desde el principio empezamos con las prohibiciones del Carlos III y Carlos IV que rompieron el ritmo de la plaza, con la Guerra de la Independencia, con la gripe de 1918 y con la guerra del 36. La Feria del Pilar, sin corridas el día 12 de octubre porque ese día solo se dedicaba a la celebración mariana, tuvo ese lapsus y muy diferentes desarrollos. La crisis actual ha tenido demasiados antecedentes hasta llegar a la saturación de los últimos tiempos. En 1946, los empresarios Fulgencio Montañés y Teodoro Cortés sufrieron tal revés económico que la Diputación incautó la fianza depositada y rescindió su contrato de arrendamiento ( cualquiera semejanza con la actualidad es pura coincidencia) y fue Marcial Lalanda, apoderado de Pepe Luis Vázquez, el que se encargó de organizar la Feria en la que, como es natural, su poderdante actuó en cuatro festejos y cortó cinco orejas. Con el sevillano hicieron el paseíllo Juanito Belmonte, “El Choni”, Luis Miguel, Rovira, Antonio Bienvenida y Rafael Llorente. A los festejos feriales se añadió la Corrida del Comercio con la torera Conchita Cintrón, a la que también apoderaba Marcial Lalanda y no se le permitía echar pie a tierra, Rafael Ortega “Gallito”, Rafael Albaicín y otro Rafael, el citado Llorente, de Barajas. ¿Los toros? Limpieza de corrales. Los de las primeras corridas fueron de Samuel, Atanasio, Miura, Concha y Sierra y Pinohermoso. Pepe Luis, con seis corridas, fue el diestro que más festejos sumó en esta temporada, premiado con un capote de paseo como triunfador de la Corrida de Beneficencia por los 1.599 votos de los espectadores frente a los 628 que votaron a Antonio Bienvenida. Los toros fueron de Rosa González (Contreras) y los compañeros de cartel de Bienvenida y Pepe Luis, Domingo Ortega y Pepín Martín Vázquez. Buen cartel, ¡vive Dios!
Hubo etapas en las que los grandes, Chopera y Balañá, llevaron la plaza, momentos de gloria de los locales Nicanor Villa “Villita”, Luis Baquedano o Celestino Martín, que saborearon las mieles del éxito y las angustias pecuniarias, la empresa OTESA, de la que formaban parte los Dominguín y “El León de Ricla”, don Braulio, Diodoro Canorea que quiso imponer la Feria de Primavera de la mano de José Luis Marca y fracasó pese a la presencia asidua de Diego Puerta, Paco Camino ( de Camas a Zaragoza) y Santiago Martín “El Viti”. Tiró la toalla José Antonio Chopera en 1980 y José Ángel Zalba, por su amistad con Palomo Linares trajo a Zaragoza a los hermanos Lozano porque al concurso de arrendamiento no acudió empresario alguno. Gestión interesada por parte de la Diputación. Marca, bajo el cielo azul de Andalucía, le llamaba a Justo Ojeda “el Impaciente”: “Justo, yo soy el teniente general Millán del Bosch y tú el coronel Tejero: ¡Rendité!”. Los Lozano se hicieron empresarios de primera con la inestimable colaboración de Manolo Cano: “Esto está más liado que la pata de un romano en Semana Santa”. Se deshizo el lío, vinieron las vacas y Zaragoza disfruto de unos cuantos años de normalidad empresarial con Beltrán-Valencia, con Ojeda y su egolatría, la gestión directa de la que todavía no se han aclarado las cuentas, con Patón y Casas de consejeros, la inesperada vuelta de José Antonio Chopera que delegó en Ignacio Zorita y la situación actual con el pleito de desahucio de los Serolo que nadie es capaz de pronosticar por donde se va a resolver. Al menos pediremos al Cielo que no acabe luctuosamente, como ocurrió en 1946. Hubo tiempos peores.
En Zaragoza tomaron la alternativa don Manuel, “El Papa Negro”, y su hijo Manolito Bienvenida, Antonio Labrador “Pinturas”, la elegancia en los ruedos y en la calle, José Mari Recondo, “Belmontito de Donostia”, versolari y “stajanovista” apoderado, Jaime Ostos, ¿quién te ha visto y quién te ve?, y casi todos los diestros aragoneses que en el mundo han sido, excepto Braulio Lausín “Gitanillo” y Nicanor Villalta. Muchas despedidas con las más significativas de Rafael Molina “Lagartijo” en su borrascosa “tournée” por las cinco más destacadas plazas de España, y la de don Rafael Guerra “Guerrita”, el de la sentencia “No me voy; me echan”. Pocos episodios fatales: en 1872, la muerte de Joaquín Gil “Huevatero”; 1867, la del picador Martín Arisa “El Velonero” por caída de latiguillo y la de “Lagartijo chico”, sobrino de “el grande”, al que un varetazo que sufrió en mayo de 1908 la produjo una tuberculosis de la que murió dos años después en su ciudad natal, Córdoba. En 1901, un novillo de la ganadería de Celestino Miguel, de Ejea de los Caballeros, cogió al novillero valenciano Vicente García “Chufero” y le causó una cornada de la que murió dos semanas después. Pero no estoy seguro de que este triste suceso se produjera en el coso de Pignatelli o en la plaza que se montó en “Los Campos Elíseos”, lo que ahora es la esquina de Sagasta y la Gran Vía, plaza de Basilio Paraíso.
Bueno, amigo Gonzalo, ahí está enlatada la historia de la Plaza de Toros de don Ramón Pignatelli que, al año que viene, cumplirá 250 años, de los que yo viví intensamente 17 años, en la etapa en la que se inició la gran transformación del coso en el que Francisco de Goya bebió los primeros tragos de su universal Tauromaquia. Importante, ¿verdad?