Por BENJAMÍN
BENTURA REMACHA
Nací en
Magallón, donde nacieron también mi abuela Pilar Sariñena, conocida en Ejea
como “la Benjamina” porque se casó con mi abuelo Benjamín, mis tíos Ana,
Ignacio y Manolo, hermanos de mi padre, y mi hermana Gloria. Me llevaron a
Ejea de muy niño y después, tras un
paréntesis en San Sebastián durante la guerra del 36 al 39 del siglo XX, allí,
en Ejea, hice la Primera Comunión, junto a mi hermana Gloria, al finalizarse la
contienda y en las fiestas de la Oliva del mes de septiembre. Salimos en la
procesión y regresamos a Madrid, donde mi padre había ejercido como periodista
desde 1932. Con apenas cuatro meses, a mí
me llevó a la capital de España mi madre y mi hermana Gloria se quedó en
Ejea con nuestros abuelos maternos, Pedro Remacha, notario, y Jesusa Gracia, zaragozanos los dos. Y yo no volví a Ejea
hasta 1946, con 14 años. En realidad las visitas a la capital de Las Cinco
Villas durante la guerra fueron muy esporádicas, aunque tengo algunos recuerdos
indelebles de aquellas visitas, que mi tío Manolo nos llevó a conocer la finca
“Casa Bentura” en un coche marca “Singer” de color amarillo, que vi la primera
película de mi vida con mi abuelo Pedro en el “Cinema Imperio”, que era
propiedad de mi tío Pepe Ventura, que se ponía el apellido con uve y él tenía
sus razones que no me corresponden a mí aclarar. La película quizá fue la
primera versión de “Alicia en el País de las Maravillas” y tengo la sensación
de que no me gustó demasiado. Mi abuelo Pedro era muy aficionado al cine y
tocaba la guitarra y el piano, aunque no acompañó a su hija, mi madre, en dos
conciertos que ella protagonizó en los años 20 del siglo XX, uno a beneficio de
las víctimas de la guerra de Marruecos y otro al de los niños rusos que se
morían de hambre bajo el símbolo de la hoz y el martillo. En esos recitales, a
mi madre, Gloria Remacha, le acompañó al piano su amiga Leonor Arregui. Y otro recuerdo es que cuando había alarma
aérea, a todos los chicos de la casa de “Barrihuesca” nos bajaban a dormir a
los despachos con colchones tapando balcones y ventanas. Ramón López, que vivía
en una de las viviendas de la segunda planta de la casa, me contaba que era él
el que me bajaba en brazos a los despachos.
¿Por qué
programaron mis padres ese mi año sabático en Ejea de los Caballeros? De infante,
muy infante, me extirpó las amígdalas el doctor Garrido Lestache, en Madrid,
pero continuaron mis problemas de infección y un cardiólogo me dijo que tenía una estenosis
mitral y que me recomendaba una temporada de descanso y vida sana. Ejea y mi
abuela Pilar eran mi destino. En enero de 1946, con 14 años cumplidos en el
anterior mes de septiembre, tomé el tren en la Estación de Atocha de Madrid y
me recibió en Zaragoza mi tía Agustina, casada con Blas Berni, el ingeniero de
la Confederación del Ebro y director técnico de uno de los tramos del canal de
Las Bardenas, el único de la familia que tiene calle en Ejea. Mi tía había dado
a luz a su quinto hijo, Jesús, y compartía conmigo unas chocolatinas que me
habían dado mis padres para obsequiarle. Estábamos en el piso del Paseo de
Pamplona zaragozano, yo pendiente de continuar mi viaje y mi tía pendiente de
su recién nacido. Hubo un momento en el que el niño lloró y su madre se sentó
en su cama para mecer la cuna que tenía junto a ella. Levantó los brazos, gritó
¡Mis hijos! y el infarto segó su corta existencia. No sé si había llegado a los
40 años. Luego vino todo el jaleo consiguiente, yo estaba en una nube y hasta
pensaba si las chocolatinas habían generado aquel dramático desenlace, pasé
muchas noches más dándole vueltas al magín y mis tíos desviaron mi ruta y fue
Tauste mi destino inmediato. Mi tío Ignacio me llevaba al campo en su Ford
galgo de 17 caballos y “ahitepudras” en el maletero y me daba consejos rurales.
Hubo un temporal y, ante el campo con árboles con las raíces fuera de la tierra,
me recomendó que “cuando viniera la riada
me agachara como los árboles finos y
flexibles y, tras ella, volviera a erguirme”. Mientras tanto, mi tía Adelaida
trataba de convencerme de que las acelgas eran unas yerbas comestibles. Tauste
y Ejea jugaban en la misma categoría de fútbol regional y los partidos entre
ellos no eran ni mucho menos escuela de buenas costumbres. Había aficionados de
ambos lugares que las horas en que se celebraban los encuentros debían pasarlos
en el cuartel de la Guardia Civil. Cuanto más cercanos, más tremendos. Tauste,
Chicago; Ejea, Nueva York.
Mi vida en
Ejea fue de lo más organizada. Una habitación para mí solo, junto al cuarto de
las llaves, donde mi abuela las guardaba a centenares de la casa, los graneros,
las fincas, la huerta, la casa de Magallón, la de Longás o Torres de Berrellen.
Doña Pilar, siempre inquieta y fiscalizadora, me encargaba asuntos como ir a la
panadería a encargar el pan que había que llevar al monte, a charlar con Mariano “Peluca”, el encargado
de la huerta de la otra acera del Muro, hermano de las “Peluquesas”, que tenían
su casa en Barrio Falcón, la mayor servía en casa de mi abuela Jesusa, otra,
Julia, niñera mía en Madrid, y una tercera, Antonia, al servicio de otra
familia ejeana, visitar al guarnicionero Lambán,al barbero Manuel que ejercía
como practicante, a los Sánchez, veterinarios, al albañil Florencio de Bericat
o al mecánico Rodeos, al ayuntamiento o a la parroquia (“En mi funeral que no
me cante mosén Estanislao” – me decía mi abuela Pilar), marcar unos sacos con
sus iniciales y unas letras metálicas o llevar una llave a Magallón. Al final
de mi estancia, mi paisana doña Pilar me compensó con veinte billetes de a pesetas
de papel recién salidos del Banco de España. Mi tío Manolo me llevaba algunas
tardes al casino de la Plaza de España y a tomar una gaseosa al bar “Aragón”,
el de Mariano Añón, en la calle Mediavilla, cerca de Casa Cía, proveedor de
chocolate de la Academia Militar de Zaragoza cuando Franco era su director: “De
noche y de día, Chocolates Cía”. Con mi
tío conocí a las fuerzas vivas de la
villa, a los Cavero farmaceúticos, los Berni, los del gran comercio, los
Aznárez y la Casiana, tejidos, los Ajuria, trilladoras, los Marcellán,
tratantes de ganado, o doña Mercedes, la heredera de los Ripamilán, don José
María Dehesa, médico y de blanco humor, don Ambrosio, el médico y al pastelero,
este al principio de la calle Ramón y Cajal, antes “Barrihuesca”, Luis Bericat Lambán, “Lubela”, empresario de
múltiples facetas, y el ciclista Abadía, “Piriro”, que me decía mi padre que
había corrido una vuelta a España sin sentarse en el sillín porque con el roce le
salían forúnculos“ en salva sea la parte”. Puso una tienda de venta y
reparación de bicicletas en la llamada “Casa del Carlista”.
Por ese año
de 1946, estaba asfaltado el Paseo del Muro, pero lo que ahora conocemos como
Avenida de Cosculluela estaba todavía de tierra, con arbolado en el centro, el
quiosco de Marzo en su comienzo, frente a la puerta principal del Ayuntamiento,
la huerta de la Galinda y una docena de viviendas, a una de las cuales se
trasladó la familia de Ramón López, que ya por entonces trabajaba como electricista
a las órdenes del conocido como “Sardina”, la de los Serrano, donde estuvo el
primer bar moderno, el “Avenida”, el herrero Marín, la serrería de Lubela o la
churrería de los hermanos Díez en fiestas, en la esquina con el Muro. La
pequeña de los Díez lucía su gracia y su hermosura tocada con un blanco gorro
de estilo cuartelero. Allí, en el gran solar, se montaba la plaza de toros y se
celebraban novilladas con el donostiarra Recondo o “El Ejeano”, al que
apoderaba Lubela, el de la serrería que también levantó otro coso taurino con
maderas. Agustín Magdalena ya había
entrado en el Banco Hispano de botones, todavía en el primer domicilio del
Banco de la Plaza de España, Manín seguía los pasos de su tío el matarife y Zacarías actuaba de
portero con el equipo de fútbol de Ejea. Las Peire nacían en la parte alta
del bar de la Geroma, junto a la
escalera de subida a Santa María, en la otra esquina, la casa de Felisa Longás
“La Millonaria”. Calle de las Herrerías, refugió de los más discretos los días
de baile en la plaza y donde nació Miguel Peropadre “Cinco Villas”, primer
matador de toros ejeano, el 6 de junio de este año de 1946 que evoco. Al padre
de Miguel le llamaban “El Hombrón” porque era persona de envergadura aunque
quebrado por la cintura como consecuencia de un baño en un pozo de agua fría.
La familia Peropadre era oriunda de Épila y tenían una tienda en la citada calle de Herrerías.
Yo venía de
Madrid, en donde una gallina era “bacato di cardinale”, y me encontré con la
peste aviar y Teodora la Chava, la cocinera, a la que mi abuela le avisa cuando
alguna gallina arrastraba un ala. “Teodora, esa a la cazuela”. Llegué a
aborrecer a tan suculentas piezas, pata o pechuga. Y el caso es que todavía no
he recuperado el gusto por tal manjar y menos desde que las gallinas y los
pollos se crían en granjas. Como el pescado de factoría. La moza joven era
Eulampia, hija del mayoral de nuestra ganadería lanar y residentes en la casa
que todavía existe en la finca de Luna. El sobrestante (capataz en otros
lugares) era Julio Espés¸ pelotari y diente de oro, que hubo de dejar el puesto
a José Caudevilla por no sé qué asuntos de unos sacos de azúcar rellenados con
sal. José, como Teodora, eran de las familia de los Chavos. Silvino, hermano de
Eulampia, se hizo un experto tractorista. Para el verano venía de Gea de
Albarracín, pueblo donde nació mi bisabuela Isabel Julián, casada con Ignacio,
mi bisabuelo carlista, una cuadrilla de agosteros. Se organizaba una especie de
caravana con seis segadoras, otras tantas galeras de las que construía Agapito
y decoraba su hijo Teodoro y una treintena de mulas y caballos para hacer la
recolección en Santa Anastasia, luego pueblo de Colonización, o la Casa Bentura,
en el término de Ñuna. Datos para la Historia.
UN
PARÉNTESIS
Al margen de
mi juvenil edad bueno es recordar qué pasaba en España en ese año de 1946, a
siete años del final de la guerra civil, ya pacificados Europa y el Mundo de la
guerra mundial y muchos países en contra nuestro régimen. Polacos, bajo el
mando de lo URSS, los propios soviéticos, mexicanos, receptores del exilio
hispano, y franceses pidieron la intervención militar contra España. La revista
“Time” publicó en portada una caricatura de Franco con traje militar y haciendo
equilibrios en la cuerda floja. La ONU decidía nuestro aislamiento y la
Argentina de Perón fue, con un par de países más de Hispania, la única que se
puso a nuestro lado y nos envió toneladas de su trigo para que no se diera más
la tragedia de no tener ni un trozo de pan para comer. Jacobo Morcillo compuso
la que puede ser la canción más popular de la post-guerra hasta la llegada de
los “The Beatles”: “La Vaca Lechera”, la que daba leche merengada. Se inventó
el bikini que se prohibió en España y que no llegó a Ejea hasta que vino la
esposa de Paco Moriones y lo lució en la piscina de la huerta de Valeriano. Se
fundó “La Codorniz”, “Chicote” era el
bar de copas de Madrid y España y lugar donde se podía adquirir la penicilina.
“Don Perico” veraneaba en Panticosa y todos los años organizaba una carrera
ciclista con la subida a tan maravilloso lugar, donde también veraneaba el
marqués de La Cadena, “Don Indalecio” en el mundo de los toros. Igualmente
estaba prohibido el carnaval, se estrenó la película “Casablanca” con algunos
cambios en el doblaje al español (peor fue años después lo de la película
“Cuando ruge la marabunta”, con Ava Gadner) y nos visitaron Mario Moreno
“Cantinflas” y Carlos Arruza, que no pudo alternar con Manuel Rodríguez
“Manolete” porque ese año el de Córdoba sólo hizo un paseíllo en España, en
Madrid, en la Corrida de la Beneficencia y con “Gitanillo de Tríana”, Antonio
Bienvenida y Luis Miguel Dominguín en el paseíllo. Los grandes de la cultura
eran Jacinto Benavente, José María Pemán, Marquina y Manuel de Falla. Enrique
Jardiel Poncela, que tiene calle en Zaragoza junto al Pilar, callle Jardiel, en
el teatro del absurdo, y Celia Gámez en las revistas llamadas de “varietés”.
Enrique Rambal en los grandes montajes, Arturito Pomar, niño prodigio del
ajedrez, Eduardo Teús, inventor del marcador simultáneo y la quiniela
futbolística a 2 pesetas la apuesta y el “Cola-Cao” para el desayuno ideal. Entusiásticas
manifestaciones reunían en la plaza de Oriente de Madrid, frente al Palacio
Real, a millares de españolitos contra la ONU.
DE VUELTA A
LA VILLA
Quizás lo
que más me impresionó de mi estancia en Ejea fue lo de los maquis. Fui a
cortarme el pelo y allí me comentaron que los maquis habían estado en Erla, en
donde sólo se libró el cura párroco, que subió a la torre de la iglesia con un
trabuco en sus manos, y en Paules, en donde habían ametrallado el auto de
Carmen de Ena. Decían que su chófer era colaborador de aquellos guerrilleros
que estaban organizados y subvencionados por los comunistas franceses y rusos.
-. La
próxima vez vendrán a Ejea y la primera visita la harán a casa de “la Benjamina”.
Había
quienes lo decían en broma y otros como un deseo a pesar de que mi familia no
se apuntó a facción alguna. Yo quería tomármelo como lejana suposición y remota
posibilidad de que me hicieran comerme el carnet de Falange porque nunca lo
tuve. Ni antes ni después. Decían los morbosos que a un falangista de Erla se
lo habían hecho tragar con grapas incluidas. A pesar de todo, mi estancia en
Ejea fue placentera y provechosa. Y culturalmente muy positiva porque, entre
otras cosas, tuve el privilegio de ver en escena a un gran actor: don Enrique
Borrás. José Ventura tenía amistad con el actor catalán y consiguió que viniera
a Ejea con su compañía para actuar tres noches seguidas en las que interpretó
“El Cardenal” y dos obras más con el mismo vestuario todas ellas porque no
llegó el de estos otros dramas. El abono costó 30 pesetas y me lo pagó mi tío
Manolo. Borrás era un genio de la interpretación. Nació en Barcelona en 1863 y
murió en su ciudad natal el 4 de noviembre de 1957. Comenzó en el Romea
barcelonés con Antonio Vico y formó compañía con María Guerrero, Rosa Pino,
Margarita Xirgú y Catalina Bárcena. Fue titular del teatro Español de Madrid y
recorrió España con obras de Riseñol, Unamuno, Sakespeare y los grandes autores
de su tiempo, incluida la obra clásica del teatro catalán, “Terra Baixa”.
Y ya que estoy con el teatro recordaré a “Mario
Albars”, que era el nombre artístico del dentista Cándido Antolín, que, por
entonces, recorría algunos pueblos de la provincia de Zaragoza en los que no
había más atención odontológica que las tenazas de los sacamuelas, también en
manos de los barberos. A Antolín lo conocí en una de sus visitas a mi abuela
Pilar y ha dado la casualidad de que un biznieto suyo, Miguel, me ha sacado
hace unos días mi última muela. Han pasado más de setenta años y muchas cosas
más. Casi las he contado todas. Algunas se me han olvidado. “Laus Deo”.