Por Benjamín Bentura Remacha
Hace tiempo
que tengo esa impresión. Es cierto que en los medios de comunicación
actuales no suele prodigarse el hablar
de personajes de otros tiempos como no sea para airear trapos sucios o
debilidades humanas. Pocas veces para hacer un elogio de la persona que fue. En
ello estaba cuando descubrí que el último día de este noviembre pasado se
cumplían los siete años de la muerte de Diego Puerta Dianez, no sé si en Camas
o en su casa de Sevilla, ciudad donde nació, 1941, en la Puerta de la Carne vecina del barrio de San Bernardo,
en el camino del matadero, donde trabajaba su padre y lo que fue el primer
escenario de los ensayos toreros de un hombre que no se mereció sólo el
apelativo de “Diego Valor”. Me lo demuestra el argumento de un comentarista
taurino tan prestigioso como es Ventura Bagües “Don Ventura”: “Y con tal brío
defiende Diego Puerta su razón; tanta es su valentía y tanta su vergüenza
profesional; es tan alegre su toreo, sin concesiones al mal gusto; tantas son
las victorias que obtiene, que bien se le puede considerar como uno de los
valores más positivos del toreo contemporáneo”.
Más de medio
centenar de lesiones de diversa gravedad, una en Bilbao en el comienzo de su
estreno como matador de toros que le afectó al hígado y una última en Zaragoza,
tres días antes de despedirse de los ruedos en Sevilla. Una cornada en los
testículos, con la que hizo el paseíllo en su tierra junto a su oponente
natural y entrañable paisano, Paco Camino. 12 de octubre de 1974. Diez y seis
temporadas a toda máquina y tardes gloriosas en Barcelona y Zaragoza en su
etapa de novillero, éxitos arrolladores en Sevilla, toros de Miura, en Madrid,
en la monumental de México en 1964, a la que tuve la suerte de asistir, en
Pamplona, Valencia o San Sebastián. Siempre la entrega sin fronteras y el toque
sevillano de la gracia y el salero de la chicuelina o el kikiriki. Carrera rápida desde su primer traje de luces
en Aracena en 1956, debut en Carabanchel y Barcelona, en Las Ventas madrileñas
en mayo de 1958, con Emilio Redondo y “Miguelín”, y alternativa en Sevilla de
manos de Luis Miguel Dominguín y el testimonio de Gregorio Sánchez el 29 de
septiembre de ese mismo año (17 años tiene la criatura), con el toro
“Zamborero” de Arellano. Las cogidas que sufrió en 1959 le impidieron aquel año
confirmar la alternativa en Madrid y sumar solamente veintiocho festejos, pero
al año siguiente y con su paso por Las Ventas el 20 de mayo, con doctorado
confirmado por un paisano de nación y
línea torera, Manolo González, y la presencia del revolucionario “Chamaco”,
toros de Bernabé Fernández, don Atanasio en la sombra, alcanzó la cifra de setenta
festejos, cantidad de actuaciones a la que sumó en los años siguientes, con el
medio centenar cada año en el lustro de su retirada y el bagaje final, sin contar los festejos en
América, de mil corridas de toros, en las que Diego, pese al brutal castigo,
siempre estuvo ahí, en su sitio.
Mi recuerdo
se traslada a la imagen de la pareja sevillana, Puerta y Camino, al empeño del
de Camas de parecer más alto que Diego en las fotos, de puntillas, o de jugarle
una trastada en el lugar segoviano de El Espinar al cambiar una corrida de
Murube por otra de Santa Coloma. No era la que le iba al de la Puerta de la
Carne, no. Ni a Tinín, el hermano de Faustino que tomó espada y muleta cuando a
este le cortaron una pierna al herirse con un estoque. Pero Diego y Paco eran
“la pareja”. Sevillanos los dos pero distintos. Se sumó a ellos el de
Vitigudino y hubo una corte celestial
que podrían presidir Ordóñez, Bienvenida, Antoñete y puede que Mondeño, que le
prestó elegancia y empaque al manoletismo de los años 50, a los que se añadía
el estrambote de “los Peralta por delante” que no sumaba brillo al soneto bien
rimado de la pareja, trío o cuarteto. Tal era la fuerza de Diego y Paco que una
aficionada norteamericana que venía todos los años a seguir la temporada
taurina, Alicia, profesora de español en su país, llevaba a las corridas dos
banderolas dedicadas a sus toreros preferidos. Alguna diferencia tuvo con Paco
y Alicia se borró del “caminismo” y dejó su enseña en el trastero de su casa.
Fue una gran
etapa del toreo. También es cierto que yo tenía cincuenta años menos. El caso
es que recuerdo a Diego Puerta como una persona cabal y equilibrada, sin ningún
tipo de jactancia por su categoría dentro de la
escala superior de la torería y siempre en su sitio, nunca en los medios
informativos para otras noticias que las referidas a su línea profesional. Se
casó con María García Carranza, de la familia de los “Algabeño”, un tío de su
esposa, tito Carranza, fue su asesor económico, su mozo de espadas “Ramitos” y
su chofer Tello eran dos dignos representantes del humor andaluz, “Almensilla”,
su banderillero, espectacular con los palos y violento y recortado con el
capote. Por entonces los más completos de los subalternos sevillanos eran
Chaves Flores y “Tito de San Bernardo”. Diego se hizo ganadero de reses bravas
en 1963, con la casta de los veragüeños de Juan Pedro Domecq, aunque él
prefería lo de Murube de su amigo Antonio Méndez, otro “puertista” de hueso
colorado. Hizo también ganaderos a sus hijos con la misma procedencia y hasta
ensayos de empresario taurino en la plaza de Castellón.
Cuando se
presentó como novillero en Carabanchel, algunos comentaristas capitalinos
evocaron la imagen de los “seises” de la catedral sevillana, unos niños que,
vestidos de sedas y encajes, bailan ante
el Santísimo en la octava del Corpus, la Inmaculada y el triduo de Carnaval.
Diego mantuvo ese su aspecto juvenil, pero era un hombre de hierro, una
voluntad inquebrantable que no se vio afectada por sus casi sesenta episodios
sangrientos que la afectaron al hígado, los intestinos, testículos, venas,
arterias, huesos y músculos. Siempre en su sitio. Siempre con la verdad y la
gracia frente a la cara del toro.
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