Conocí a
Arturo Beltrán cuando era concejal de Utebo por UCD y yo de Ejea de los
Caballeros por este mismo conglomerado de ideas e ilusiones. Me lo presentó
Gaspar Castellanos en el restaurante La Mar y el objeto fundamental era hablar
de toros. Era un hombre peligroso con un destornillador y unos alicates en la
mano y lo mismo te arreglaba el fregadero del bar que compraba en Zaragoza el
Gran Hotel, el Casino Mercantil o el edifico Savoy . Llegó a la plaza de toros
de Pignatelli acompañado por José y Victoriano Valencia y la idea de cubrir
este coso se la aportó el arquitecto cubano Bernardo Díaz, que había abandonado
las huestes castristas de la bahía de Cochinos y se había venido a España para
seguir su carrera y para hacer alguna incursión en el campo torero con el
sobrenombre rumboso de Guajiro. Yo lo
conocía de sus andanzas por lo tentaderos de España, de las que la más
expresiva muestra era una foto en la que bailaba con El Cordobés verdadero frente a un becerro. Me llamó a Madrid para
que conociera su maqueta de madera con grandes ventanales y no hubo ningún
problema para que Beltrán conociera su
trabajo. Pero en lugar de aceptar directamente el proyecto del cubano, Beltrán,
de acuerdo con la Diputación de Zaragoza, convocó un concurso de ideas y de ahí
surgió el proyecto de los técnicos germanos que necesitó del especial trabajo
del arquitecto aragonés José María Valero para que, sobre la estructura
renovada de 1918, pudiera anclarse el velarium
gigantesco que protegiera a la plaza de las inclemencias meteorológicas tan
pródigas en estas tierras en primavera o en otoño y aquí, en Zaragoza, el apoyo
fue total sin despreciar el fervor de algunos sectores como Zabala Portolés y
el ABC y sin amilanarnos por el discurso del señor Molés que calificaba el
invento como de preservativo y abogaba por el sol y las moscas tradicionales. A
mí me tocó elaborar algún discurso sobre lo ideal de un recinto para ver toros como si fuera un palacio de la
ópera o el escenario de la Escuela de Equitación de Viena y lo cierto es no
hubo discrepancia alguna durante la ejecución de la pionera obra (en París hubo
plaza cubierta, en México, en el D.F., el Palacio de Hierro, en donde murió
Balderas, y en la frontera con Estados Unidos y en España, Baltasar Iban le
encargó gestiones a Manolo Lozano Martín para construir una en Madrid) que tuvo
sus más y sus menos resueltos con la colaboración de los técnicos y la
aquiescencia de los políticos. Luego, en la liquidación del costo de la obra
(500 millones de pesetas) sí se plantearon discrepancias, pero creo que se
llegó a un acuerdo satisfactorio para todas las partes. A mí ya me habían
jubilado.
El caso es
que el cubrimiento de la plaza de toros de Zaragoza abrió la etapa de nuevas
plazas con techumbre, pero es posible que tenga razón el señor Molés porque
varias de estas plazas han dejado de funcionar como plazas de toros,
Carabanchel, San Sebastián y La Coruña y otras cuantas lo hacen en precario, Logroño y las periféricas de
Madrid. ¿Será cierto que los toros con sol y moscas? Las motivaciones de estas
deserciones son mucho más variadas y complejas. En una de las biografías que se
han publicado en estos días sobre Arturo Beltrán se dice que reconstruyó Vista
Alegre. No es cierto. La Chata, en
donde tomamos la alternativa con la pluma como espada y el papel como muleta mi
padre y yo, desapareció completamente y el monstruo de concreto que le
sustituyó se nota que es plaza de toros por los dos ejemplares de bronce que
guardan la gran escalera. La modernización de la Fiesta que preconizaban los
analistas abecedarios no ha tenido los efectos previstos y deseados, si bien la
culpa no le tienen los nuevos cosos aunque es cierto que en estas plazas ni los
pasodobles ni las palmas ni los ¡olés! suenan como antes.
He dicho
cubrimiento y no cubrición (del Moral) porque lo veo más acorde con la acepción
de “acción o efecto de cubrir o tapar”. La segunda acepción parece más
relacionada con el acto de fecundar el macho a la hembra. Labor fecunda la de
Arturo Beltrán en muchos aspectos, empresario de grandes ambiciones, algunas
continuadas por sus hijas en la gastronomía, verduras y vinos, y con matices
muy de la tierra aragonesa. Recuerdo su gran afición por los festejos
populares, las vacas, y la jota en la persona de una jotera excepcional que era
esposa del dueño del restaurante “Casa Juanico”. Arturo ha sido un tremendo
consumidor de vida. Descanse en paz.
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