En pocos
días han fallecido dos ganaderos de Salamanca de una misma familia, Alipio y
Antonio Pérez-Tabernero. Los dos no podían utilizar para anunciar sus toros la
segunda parte de su apellido compuesto: Tabernero. El uno era Pérez T. Sanchón
y el otro Pérez de San Fernando. San Fernando era un lugar emblemático que no se podía nombrar porque tenía
connotaciones guerro-civilísticas y la verdad es que uno tiene recuerdos que no
olvida pero que no quiere remitir a los demás. Don Alipio era hijo del señor de
las patillas más famosas. Don Antonio era hijo del señor de San Fernando. AP.
Durante 30 o 40 años fueron los ganaderos que más toros lidiaron. Don Pedro
Balañá, desde su poderosa atalaya barcelonesa, dos plazas de toros en
funcionamiento alternativo, usaba y abusaba de los hierros salmantinos de los
Pérez Tabarnero. Solo don Graciliano (los miuras de Salamanca) podía utilizar
el apellido completo. Juan Mari, hermano de Antonio, rompió la norma, no sé si
porque resultaba ilegal, contra natura, el prohibir el uso del propio apellido.
Juan Mari, después de que su primo Alipio intentara las glorias novilleriles,
llegó a tomar la alternativa para una carrera corta y de no demasiados hechos
reseñables. Alipio, hombre de carácter retraído, dejó que los focos de la
actualidad se fijaran en su esposa, María Lourdes Martín, ganadera con el
hierro de Carreros, a la que habitualmente acompañaba su hijo “Alipín” (Alipio
III) mientras el patriarca se refugiaba en el remanso de la vida de su finca y
del ambiente ganadero de Salamanca. Antonio era más extrovertido y su gran
chimenea de la finca de San Fernando era centro de variadas y numerosas
reuniones en las que desmenuzaba sus grandes conocimientos de la crianza del
toro bravo. Los dos, Alipio y Antonio, han rebasado los noventa años, Antonio a
punto de alcanzar la cifra centenaria. El frío del campo salmantino es bueno
para la supervivencia. Hace poco tiempo, al morir, Paco Cano había superado el
centenar de años como si las sombras y los ácidos de los productos para revelar fotografías fueran saludables.
Hay que recordar que Cervera, el fotógrafo que también alcanzó apreciable
longevidad vital puede apoyar el aserto si recordamos a Cartagena y algunos más
de los que utilizaron los cajones y las placas con las que Cervera hizo la
famosa fotografía de Toledo titulada “Caída al descubierto”, en la que aparece
entre medias luces del atardecer junto al Tajo el capote de Belmonte para
hacerle el quite al picador derribado. Una gran foto premiada en Londres en el
primer tercio del siglo XX. Quizá la perfección y multiplicación de las
técnicas fotográficas dificulten la existencia de estampas insólitas. Pero el
otro día una media verónica de Manzanares me dejó con la boca abierta. Claro
que al comprobar que el documento era de Agustín Arjona se despejaron todas mis
dudas. Es que este Arjona lleva el celuloide en las venas aunque ahora ya no se
empleen películas para hacer fotos. Fue un día glorioso en Sevilla, con docenas
de olés recortados y contundentes, con Castella y el propio Manzanares a tope,
en Logroño y muchos otros lugares, Enrique Ponce, Talavante con patillas de
hacha – nada que ver con las de don Alipio I -
y pelo de roquero, la promesa demostrada de Ginés Marín, los afanes de
Garrido, el misterio en escena de Morante de la Puebla , el escondido de
José Tomás…Es una pena morirse en este momento aunque poco a poco se nos borre
el pasado con la marcha de tantas personas afines a nuestra existencia. Se fue
también Miguel Flores, que era un hombre lleno de ilusiones y buen gusto.
Buscaba el arte. Vivía con arte. En Manuel Becerra, cerca de Las Ventas, rezan
por su alma.Los tiempos cambian
mucho y hasta difuminan las imágenes. Pero estamos rematando una temporada que
ha sido muy ilusionante. Bajó mucho el diapasón cuando en
el mes de agosto dos cogidas seguidas con daño cerebral apreciable dejaron
fuera de combate a Andrés Roca Rey. Era
la gran novedad y las tardes triunfales se repetían con una continuidad asombrosa.
Su presencia se había hecho imprescindible. Su necesaria ausencia – viaje a
Estados Unidos para someterse a un largo tratamiento previsto hasta el mes de
noviembre – afectó a la asistencia de los públicos a las plazas de toros donde
estaba prevista su actuación. La novedad más refulgente se había desvanecido
como el azucarillo en el vaso de agua fresca en contraposición del aguardiente
que rasga nuestras entrañas. La temporada se termina y yo, pese a que la escoba
barre el rastro que deja el toro muerto
por la arena, tengo la ilusión de vivir otra temporada gloriosa, la que viene.
Loado sea el Señor.
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