Allá va la despedida
Al estilo de mi tierra,
Al que nace lo bautizan
Y al que se muere lo entierran.
(Jota aragonesa)
Y de entierros va la cosa, de entierros de papel al modo de la cárcel de Evaristo Acevedo en “La Codorniz” de la posguerra. En la democracia no se tienen noticias de una codorniz como aquella, tan vivaracha, lozana e ingeniosa. Se ve que la censura agudiza el ingenio. El otro día escuché en la radio que había perros que olían el cáncer y ello servía para minimizar análisis, pruebas y radiografías en los casos de sospechas de diagnóstico fatal. Yo ya sabía que los perros aullaban de forma especial cuando se acercaba el tránsito al más Allá de algún vecino de su casa, y que hay perros y cochinos, mis hermanos del alma, que descubren los almacenes de trufa, pero no me imaginaba que, como nuestros amigos perrunos pueden descubrir un alijo de droga, podían, además, superar en ojo clínico al más sagaz de los doctores en Medicina. Y entonces me vino a la memoria un relato que leí hace muchos años en las páginas de ABC, antes del verdadero del señor Anson, o BLANCO Y NEGRO y que creo que lo firmaba don Agustín de Foxá, ignorado en los cenáculos contemporáneos porque dicen que era facha. ¿Qué queréis? Soy conde, gordo y fumo puros ¿cómo no voy a ser de derechas? (Umbral ampliaba esa autobíografía: Soy aristócrata, soy conde, soy rico, soy gordo, y todavía me preguntan por qué soy de derechas. ¿Pues qué coños puedo ser?) . Foxá se lo decía a César González-Ruano, que también tenía su música. Hablaba el conde del triángulo ideológico de la Revolución francesa con su libertad, igualdad y fraternidad, de los vértices de la Falange, patria, pan y justicia y de su madura trilogía: café, copa y puro. Una tarde, en Las Ventas del Espíritu Santo, ante una gran faena de “Manolete”, se levantó de su asiento, alzó los brazos al cielo y gritó: ¡Dios mío, no te merecemos! Uno de sus primeros libros de poesía fue el que publicó en 1936, en la imprenta de Galo Sánchez, con prólogo de Manuel Machado, otro de los difuminados por el fervor siniestro. Se titulaba EL TORO, LA MUERTE Y EL AGUA. El sabía que esto no dura mucho y en su poema MELANCOLÍA DEL DESAPARECER cantaba:”La actualidad es nuestra frágil rosa/en una hora fresa y marchita./Lo que el lunes fue luz, martes ya es sombra/que el suceso es el pez de nuestras mallas”. Foxá fue diplomático y escritor, ganó el premio Mariano de Cavia con su artículo LOS CRÁNEOS DEFORMADOS y fue elegido académico de la Real de la Lengua en 1959, aunque no llegó a tomar posesión de su sillón Z. Nació el 28n de febrero de 1906 y murió el 30 de junio de 1959.
Pero yo no trataba de hacer un panegírico del Conde de Foxá, su buen escribir y su afición taurina. Basta con leer lo que escribió. La cosa venía por lo del artículo que recuerdo de aquellos años de los finales de los cuarenta y principios de los cincuenta del siglo XX y que estoy seguro que se titulaba OLOR A CERA. La tesis era que un banderillero que iba en la cuadrilla de “Joselito”, el payo de los Gallos, olió a cera aquel día en Talavera de la Reina en que murió el torero que conocía mejor a los toros y que actuaba en una plaza menor con toros de la Viuda de Ortega por hacerle un favor al señor Corrochano y a la parienta de don José, el que no estaba en casa, que estaba pensando. El propio Corrochano mostró su perpejlidad: ”Yo creí que Joselito era el toreo y le mató un toro”. Y luego se descubrió que el oráculo mortal era Enrique Belenguer Soler, banderillero de confianza de José Gómez apodado “Blanquet” porque era valenciano (17 de enero de 1881) y alumno de Manuel Blanco “Blanquito”. Su mentor, Ventura Espí, también le apodó “Blanquito” en honor al maestro hasta 1899, en que encontró su verdadera y valenciana identificación: “Blanquet”. De Rafael “el Gallo”, el caló de los Gómez, y al cordobés “Machaquito” hasta llegar a la consagración con José Gómez Ortega. Para los toros suaves y pastueños tenía el de Gelves a Cantimplas, para la brega pura y dura a “Blanquet” que , aún siendo un buen banderillero, se limitaba a la brega con el capote, como años después le ocurría a “Bojilla” con Palomo Linares.
Después de la muerte de “Joselito”, Enrique Belenguer pasó a la cuadrilla de su paisano Granero que había irrumpido con fuerza en el escalafón de los matadores de toros. Y vino la tragedia del 7 de mayo de 1922 en Madrid por la terrible cornada de Pocapena. “Blanquet” se retira apesadumbrado y crucificado por la fatal coincidencia. Para los taurinos, es un gafe. Pero vuelve el 15 de agosto de 1926 en Sevilla, con Ignacio Sánchez Mejías como matador. Tras esta corrida, la cuadrilla va a tomar el tren porque al día siguiente torean en Ciudad Real y, al subir al vagón, el banderillero cae al suelo sin sentido y lo llevan a la Casa Socorro más cercana en donde solo pueden certificar su fallecimiento. Años después, el 11 de agosto de 1934, en la manchega Manzanares, el toro “Granadino” cogió de gravedad a Sánchez Mejías que, trasladado a Madrid, murió de una gangrena gaseosa. Fue uno de los diez matadores a los que su cuñado “Joselito” dio la alternativa, otros cuatro también murieron de cornada: Florentino Ballesteros, Ernesto Pastor, “Valerito” y Félix Merino. Juan Luis de la Rosa murió asesinado en Barcelona, el sevillano Francisco Díaz “Pacorro” en la miseria y Ángel Fernández Pedraza “Angelete”, de Barrios de Montemayor, Cáceres, se retiró en 1926 como consecuencia de la invalidez que le produjo una cornada en el pecho. Solo se salvaron de la quema José Flores “Camará” y Domingo González “Dominguín” y no por sus trayectorias toreras aunque sí por la inteligencia y al taurinismo de sus actividades en este mismo planeta. Toda esta serie de circunstancias dramáticas alrededor de la figura de Enrique Belenguer Soler, “Blanquet” en su época de esplendor, y también tras su fallecimiento hicieron crecer una leyenda transmitida oralmente que se convirtió en dogma a través de la publicación de “Olor a cera”. Dicen los romanceros que “Blanquet” olió a cera la tarde de Talavera y que le dijo a su jefe que no hiciera el paseíllo, que se repitió la sensación en la mañana madrileña del mayo de 1922, cuando la cornada de Granero y que insistió en el fuerte ambiente el día de la reaparición de Sevilla, el día de su propia muerte y ocho años antes de la cogida de Manzanares que dio lugar a lo que algunos consideran como la más grandiosa elegía que se ha escrito para engrandecer la memoria de un torero: “Elegía a la muerte de Ignacio Sánchez Mejías”, de Federico García Lorca.
En Zaragoza, en El Pilar, el templo votivo más visitado aunque La Seo sea el mayor compendio de culturas, ya no huele a cera porque el Cabildo Metropolitano decidió que ya no se ponían más velas de mecha encendida a la Virgen y que el dinero que iba a parar a las tiendas de recuerdos pilaristas de los alrededores serían para aumentar los ingresos de Endesa, que es nuestra suministradora de energía eléctrica. Se evitan el peligro de incendio, los humos y los olores. Muerto el perro se acabó la rabia, no el maleficio. Un joven fue a un pueblo a hacer una encuesta y preguntó que allí cuantos se morían. “Todos los que nacen”- le contestaron. No hay estadística más rotunda y veraz. Pero yo, en mi afán de aceptar las habilidades telepáticas de personas ingeniosas tengo la sensación de que huelo a papel quemado por los comentarios que me ha transmitido el hermano Salvador, hijo de El Pipo y la Maña. Según tengo entendí do “Los sabios del Toreo” ya no aparecerá en el tradicional soporte de papel, será puesto en escena a través del ordenador, sede de todos los conocimientos de hoy día. Me duele el alma, se me encoge el estómago porque yo me alimento de papel, como los ratones de las viejas bibliotecas. No es lo mismo. A mí me quedaba esto, la Agenda de Vidal Pérez Herrero, que también tiene sus dudas de supervivencia, una revista de automovilistas y alguna carta a los directores de distintos medios que muchas veces acaban en el cesto de los moscateles. Me lo decía mi abuela Jesús: “Royo mal pelo, ojos de gato en bodega, caerás en el cesto de los moscateles”. Y ahí estoy a la espera de mi oráculo, entendido en su acepción de respuesta que Dios da. Así lo decía en verso el conde de Foxá:
Y pensar que, después que yo muera
aún surgirán mañanas luminosas,
y que bajo un cielo azul, la primavera,
indiferente a mi mansión postrera,
encarnará en las sedas de las rosas.
El poeta y ganadero Villalón, el que buscaba toros de ojos verdes, pidió que lo enterraran con su reloj al que, previamente, le dieran toda su cuerda. Hoy, con una buena pila el tic-tac duraría mucho más. A mí que me entierren con un paquete de hojas blancas por si se me ocurre escribir algo. Con el ordenador no sabría. ¡Ah! en Linares también alguien olió a cera.
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