En la fachada de la Monumental Plaza de Toros de Madrid hay una fecha, 1929. No tiene nada que decir. La primera corrida se dio en 1931 con la bandera republicana en su profuso cartel y hasta el final de la temporada de 1934 no se produjo la inauguración real porque el edificio estaba terminado pero no los necesarios accesos. Desde la gran explanada había unas escaleras que se conocían por “las escaleras del Nuevo Madrid” y otras por la parte de los corrales hasta lo que hoy es la Avenida de los Toreros. Al pie de las primeras escaleras han colocado, a ras del suelo, una escultura del modelador madrileño Ramón Aymerich, calificado como artista abstracto-figurativo, pintor tropical a lo Rousseau y literato que no puedo apreciar porque no he leído nada suyo. Es, según noticias y referencias, una representación de la figura del torero Luis Miguel Dominguín. Se le parece, es cierto, pero le falta alma, personalidad y…perspectiva. Puede que se popularice y muchos de los que allí se citan se hagan la consiguiente foto y lean la lista de los ilustres personajes que contribuyeron a la subvención de esta escultura que rodó algunos años por distintas dependencias de la Plaza de Toros. Cerca está la estatua del doctor Fleming y, frente a la Puerta Grande, las de “El Yiyo” y Antonio Bienvenida, esta a mayor gloria de Andrés Vázquez que fue el promotor del festival en honor del limeño con acento sevillano y garbo de General Mola, don Antonio, ambas obra del escultor barcelonés Luis A. Sandino, autor también del Encierro que hay al otro lado de la citada escalera donde se ha emplazado a Luis Miguel, uno de cuyos toros se restauró recientemente porque un simiesco gamberro se balanceó agarrado a uno de sus cuernos y dio con él en el suelo . De la salida a hombros de Antonio Bienvenida recuerdo una curiosa anécdota que en su día relaté para conocimiento de los aficionados: iba yo por la calle Alcalá arriba cuando vi que una pequeña motocarro transportaban el monumento que se descubriría al día siguiente y pensé que aquel leve vehículo no tenía la fuerza suficiente para trasladar los quilos de bronce que suponía el abigarrado grupo escultórico. Así era: no se había realizado la fundición broncínea consiguiente y se salvaban las apariencias con el material resino-sintético. Luego, sí, luego y hasta hoy, ahí está el homenaje perenne a don Antonio frente al proclamado Príncipe del Toreo por Antonio D. Olano (q.e.p.d.), José Cubero “Yiyo”. En estos días y en sus alrededores, grandes puestos en los que se vende de todo, banderas españolas con el toro, carteles, banderillas, capotes, cigarros puros o abanicos. De una a otra estatua, las graciosas casetas de los reventas del 20%. Ríos humanos se mueven desde las dos salidas del “metro” y de los autos de los privilegiados que aparcan en las otras explanadas, si es que les dejan sitio las nuevas instalaciones culturales y vinícolas que hacen la competencia al “ Gambrinos” de la calle Julio Camba, donde este año no he visto a mi admirada “escultura de ébano”, a “Los Timbales”, “Casa Braulio”, “El Burladero” y resto de establecimientos que esperan San Isidro como verdadera “agua de mayo” .
Me asomé a la taquilla tras un chino que sacó unas cuantas entradas. La taquillera resulta que también era china o similar, lo que demuestra la perspicacia de la empresa que sabe que muchos de sus clientes vienen del Lejano Oriente. Me compré una localidad de grada porque había visto en la TV que podía llover. Luego no llovió y, aunque me ahorré unos cuantos euros, me di cuenta de que los toros evolucionan poco a favor de la comodidad de los espectadores. Un problema, llegar a la localidad; otro problema, sentarte entre las piernas del espectador de la fila siguiente y a mi vez disponerme a acoger entre las mías al de la fila inferior. Los asientos de tendido no son tampoco muy acogedores pero sí suficientes. Los de grada y andanada, medievales. Más de un centenar de columnas sostienen los arcos superiores y en cada una figura la inscripción de la factoría “Euskalduna” que las fabricó, lo que acerca al pueblo vasco al origen de la preciosa y simbólica plaza de Las Ventas del Espíritu Santo.
Antes de llegar a mi localidad me paseé por el Patio de Arrastre, ahora dominado por dos chiringuitos expendedores de “gintonis”, cervezas y finos, una atractiva camarera de generoso escote y bien torneado busto, focos, cámaras y telones publicitarios al servicio de la televisión de pago y muchos amigos que van y viene. En el pasillo, el ya veterano vendedor de libros taurinos, una tienda de caprichos del tema principal, un estanco y varias barras de bar. El negocio exprimido al máximo.
Y el festejo a vista de pájaro, como la cámara que asoma por encima del Palco de Honor. Poco que decir de los mansotes toros de Pereda y de su lidia a cargo de Diego Urdiales, Leandro y “Morenito de Aranda”. Algún detalle especial: el nuevo torilero vestido de luces, grana bordado en negro, amplia humanidad y barba poblada. Pocos “barbas” se han vestido de luces a lo largo de nuestra historia. Es tradición que en Las Ventas el torilero se calce tan honroso hábito porque ya decía Mario Cabré que “el portón da el primer lance al toro bravo y más toro, al toro de recia estampa”. Pero en Madrid también se vestía de torero el chulo de banderillas y últimamente era el propio torilero el que efectuaba tal tarea. Me supongo que habrán intervenido los sindicatos y rogado a la empresa que accediera al mantenimiento de tal puesto de trabajo que en esta ocasión ejerció un magro individuo, con pantalones claros y una camiseta azulina con un anuncio en la chepa y por fuera de los pantalones. Una estampa no muy acorde con la tradición ventera.
El caso es que di mi acostumbrada “tetadica”, salude a muchos compañeros y amigos y me pasee con dos personajes de este mundillo, Gonzalo Sánchez “Gonzalito” y Jesús Gil, el del Bombero. Al día siguiente de mi vuelta a Zaragoza, me llamó “Gonzalito” para contarme que el sobrino-nieto de Curro Romero la había armado en Valladolid con erales de Matilla. ¡Los genes!
No hay comentarios:
Publicar un comentario