Estamos en días de lo más propicios para hacer balance. No
hace mucho, me invitó el Ateneo zaragozano a hablar de la plaza de toros de
Zaragoza, que en este año que termina ha cumplido 250 años. Y, aunque son muchos
años, la plaza de don Ramón Pignatelli los ha cumplido a lo Sofía Loren,
espectacular, bellísima, encantadora, seductora. Digo, he dicho y repito, que
la propietaria de coso con tanta solera como el que más y mejores prestaciones
que ninguno, incluidos Sevilla, coetáneo, y Madrid, el de Las Ventas del
Espíritu Santo, al que le faltan unos años para ser centenario, duro como la
piedra y metido en el vicio del alterne social y la censura inmisericorde,
tiene, debe, que lucir, pasear y enseñar ese maravilloso templo a Tauro, al que
se le hizo intervención estética entre los años 16 y 18 del siglo XX y al que
se ha mimado, adecentado y reparado a conciencia durante los últimos treinta y
cinco años. Ahí está el marco para poner el cuadro. Y la Diputación de Zaragoza
tiene obra importante en su antigua Maternidad (¿qué pintarán ahí algunos
óleos, dibujos, esculturas o recuerdos toreros?) o en su caja fuerte. Los
encantos hay que mostrarlos al público. Propondría, además, sesiones de cine
(ya hubo en otros tiempos cabina de proyección), teatro o zarzuela, mojigangas,
circo, muestras deportivas, gastronómicas o zoológicas, todo lo que sea menos
tener en bata y con rulos en la cocina o al calor del brasero de picón (“la
piconera” de don Julio Romero de Torres) a la preciosa dama del canónigo don
Ramón Pignatelli, que, según me dicen, era mejor persona que cura. ¡Y todo lo
que hizo por Zaragoza y los zaragozanos!
En mi charla ateneísta recordé a Paco Camino, el torero de
Camas que ha confesado en alguna ocasión que su plaza favorita es la de
Zaragoza y apunté aquella noche de agosto en la que actuó sin caballos
acompañado por Marino Tirapo (en el Cossío le llaman Mariano Tirapu), nacido en
la indescriptible villa de Uncastillo y apodado “Chiquito de Aragón”, con el cartel
de “No hay billetes” y tres orejas para el torero sevillano. El capote de paseo
que lució aquella noche Paco Camino estaba en el mesón “Campo del Toro”, que ha
cerrado sus puertas el mes pasado después de más de 30 años de culto a la
convivencia taurina. Con “El Niño Sabio de Camas” de la mano de Vicente, el
primo de los Vega de Triana, a don Luis Baquedano, el empresario, se le caía la
baba y don Pablo Chopera, el de “la boinita sabia”, lanzaba el anzuelo para
lograr su apoderamiento. Paco Camino era el perfecto modelo para lucir el traje
de luces. Proporcionado, armónico, rostro juvenil, sonrisa pícara, mirada
limpia, acorde en sus movimientos, profundo en la consumación de lances y
muletazos, sublime por la izquierda y poderoso con la derecha. El natural en lo
alto del monumento al toreo, la chicuelina en el pedestal y la imagen en bronce
de la ejecución de la estocada. Y para todo esto, la casta de Santa Coloma. Ese
era, para mí, Paco Camino. Paralelamente, me viene al recuerdo el nombre de
Rafael Ortega, el de la Isla
de San Fernando. ¿Qué hubiera sido este diestro con la figura de Camino? Se
dice que el torero tiene que serlo y, además, parecerlo. Y entonces me viene a
la memoria la estampa dramática, creo que de Baldomero, con Belmonte andando a
zancadas por el ruedo, la muleta en la mano izquierda y la espada a modo de
bastón en la derecha. El milagro de la transfiguración que se ha dado en
algunas ocasiones y permítaseme poner como ejemplos antonómicos al asténico
Manolete o al vigoroso Curro Romero. Luis Miguel, demasiado alto; Pepe Luis,
bajito; Antonio Bienvenida, rechonchillo. De todos ellos me confieso rendido
admirador porque pretendo ser buen aficionado y siempre he predicado que no lo
pueden ser los autoproclamados fans de tal o cual torero. Los fans taurinos son
como los ultras del fútbol y, a veces, también llegan a las manos. En la
reciente lista de los cien españoles más elegantes figuran tres toreros, dos
retirados, Curro Romero y Miguel Báez “Litri IV”, y un torero en activo, José
Antonio Morante, el de la
Puebla del Río, pañoleta de lana, traje bordado a fondo,
pelambrera en el cogote, patillas profusas y caliqueño entre los dedos, que
tiene como modelo a “Paquiro”, que, curiosamente, se llamaba Francisco de
Paula, como se anunciaba el jerezano Rafael Soto, el hijo de la Paula , y, a modo de soporte
morantino, la silla de “El Gallo”. El José Antonio de La Puebla se fija mucho, como
la lechuza de Minerva, símbolo de la inteligencia y la sabiduría. Oiga, querido
lector, Camino, Ortega,“El Gallo”, Romero, Paula y Morante. ¿Hay quién dé más?
Y otro que rebosa sabiduría, Antonio Purroy, que el otro día
abogaba en el portal de don Juan Lamarca por la hermandad de las tauromaquias,
la clásica y la popular. Sin entrar en averiguaciones sobre quién fue primero,
el huevo o la gallina, creo que podrían ser complementarias si ninguna de las
dos perdiera sus esencias. La tauromaquia clásica se basa en la integridad del
toro y la capacidad artística del hombre de engañarlo sin engañar al público.
En esta categoría clásica también hay que tener en cuenta al toreo de a caballo
que ahora convive con el de a pie en plano de igualdad, lo que no ocurría antes
del siglo XVIII. La tauromaquia popular
es la que nace espontáneamente entre la
gente del pueblo. Organizarla, reglamentarla, explotarla y programarla es
desvirtuar todos sus fundamentos y convertirla en un espectáculo más que, a mi
entender, pierde a pasos agigantados el fervor popular que despertó no hace
muchos años. Los forcados en Portugal, los toros ensogados de las islas Azores,
las carreras de toros en Bali, las vacas reinas de Suiza, los rodeos de Estados
Unidos, los toros de fuego históricos y actuales, los ensogados de España en la
procesión de Pina de Ebro y en las calles del Levante, los recortes, quiebros,
saltos y remates de Aragón, Las Landas o La Camarga francesas y las muy especiales ceremonias
de Medinaceli o “el toro de la
Vega ” de Tordesillas. Mucha riqueza, ancestral, atávica o
remota. Y cada una por su sitio. Y Dios con todos.
Como se trata de un a modo de “cajón de sastre” en el que
los “tailors” guardaban los retales de sobra, se me permitirá que remate el mío
con mi agradecimiento y buenos deseos navideños para todos lo que tuvieran el
detalle, la paciencia y el favor de leerme. Al menos me reconocerán que hablo
preferentemente de toros y de toreros. La política se la dejo para otros más
osados, preparados y solventes. Con coleta o con la cabeza afeitada.
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