El
caleidoscopio de mi niñez era un tubo de un palmo de largo con un cristal en
una punta y una mirilla en la otra, por lo que se veía una sucesión de colores
que, como el agua del río o la llama de la fogata del hogar, nunca eran los
mismos. Eso busco yo en el artículo que quiero dedicar a la actualidad taurina.
Y empezaré por el que pienso que es el acontecimiento más importante de estos
días, el sesenta y nueve aniversario de la inauguración de la Monumental del
distrito federal de México, una plaza de toros que, en principio, tenía una
capacidad para 55 mil espectadores. Luego se fue reduciendo el aforo por
cuestiones de seguridad y, ahora, por falta de atractivos. Pero fue una obra
que impulsó el libanés Neguib Simón Jalife, que se realizó en ciento ochenta
días y con la participación de diez mil hombres en tres turnos diarios y bajo
la dirección del ingeniero Modesto C. Rolland. La primera corrida tuvo lugar el
5 de febrero de 1946 con toros de San Mateo que se encargaron de lidiar Luis
Castro “El Soldado”, Manuel Rodríguez “Manolete”, que cortó la primera oreja, y
Luis Procuna “El berrendito de San Juan”, que cortó la segunda. En la segunda
corrida hicieron el paseíllo “Manolete” y Silverio Pérez y en la tercera,
“Manolete”, Procuna y Rafael Perea “Boni”. Pareciera que el coso monumental se
había levantado sobre un profundo embudo de veinte metros desde la entrada al
ruedo para que allí se instalaran las reales
toreras del de Córdoba. En la cuarta corrida apareció por el oscuro
pasillo que llevaba a la puerta de cuadrillas otro de los consentidos por la
afición mexicana, Joaquín Rodríguez “Cagancho”, al que acompañaron “El Soldado”
y Silverio Pérez, con lo que bastaría recordar a Fermín Espinosa “Armillita” y
Lorenzo Garza para completar el cuadro de los más grandes del lugar en el
segundo tercio del siglo XX, a los que yo sumaría el nombre de Paco Camino,
tercer tercio de ese mismo siglo y, a
sus finales, el de Enrique Ponce. Y, para rematar el cartel, Pablo Hermoso de
Mendoza por delante.
Pero a la gran
obra de ingeniería le pusieron un remoquete vejatorio: le llamaron “el monstruo
de concreto” (aquí, en España, cemento) y hubo que buscarle un adorno artístico
que dulcificara su clima ambiental. Fue el escultor valenciano Alfredo Just
Gimeno el que creo las esculturas que prestaron aroma torero al conjunto, desde
el encierro de la puerta principal a las dos docenas de homenajes, episodios
vividos o recuerdos soñados por el propio escultor, Pedro Romero, Manolo
Granero, Manuel Jiménez “Chicuelo”, la larga cordobesa, la gaonera y la
necrológica de Alberto Balderas, que murió en la plaza de “El Toreo” cuando
estaba ubicada dentro del Distrito Federal. Antonio Fuentes, Juan Belmonte,
Rafael “El Gallo” o Juan Silveti, el primer “Tigre de Guanajuato”. Los mexicanos
“El Soldado”, Garza, Arruza, Briones, Silverio y Garza, la manoletina de Manuel
Rodríguez, la verónica de “Boni” y el póstumo homenaje al leonés Laurentino
José López “Joselillo”, que resultó herido de muerte en ese ruedo de la plaza
también conocida por “la México”. Hay otra escultura famosa, la “del par de
Pamplona” de Rodolfo Gaona, pero esta es obra del escultor Humberto Pereza y se
colocó a la entrada del citado coso de “El Toreo” como preciso ornamento del
sabor y contra estruendo de la cubierta de hierro de la plaza que acogió a
Manuel Benítez en 1964.
Casi setenta
años después, pero hoy sólo sé que en el paseíllo conmemorativo estará el
francés Castella. En los tiempos de la super comunicación los acontecimientos
históricos pasan sin pena ni gloria.
De México
llega la noticia de la presentación de un libro sobre la vida y fotografías de
los Arjona, de Agustín, Pepe, Agustín
nieto, Joaquín y creo que un biznieto del patriarca. Dicen que luego
vendrá la presentación en Sevilla y en Madrid. No me lo quiero perder. Y, como
muestra de la pervivencia artística de los Arjona, una foto publicada en
6TOROS6 de publicidad de José Ortiz Muñoz, el sobrino nieto de Curro Romero.
Algo tienen que ver en estas cosas los genes de los individuos. Pepe Arjona ya
lo cogía el aire al tío abuelo de Camas.
Y aprovecho
que estoy por la orillas del Guadalquivir para manifestar mi asombro cuando leí
en el suplemento semanal de ABC un
artículo sobre la Maestranza de Sevilla en el que se afirmaba que Pepe Luis
salió a hombros por la Puerta del Príncipe 16 veces. Sé que Pepe Luis desde
1938, cuando se presentó con picadores y enloqueció a sus paisanos, triunfó
muchas veces en la Real Maestranza, coso del Baratillo por el que hubo cerca
del lugar antes de 1760. Hasta que se retiró definitivamente en el umbral de
los años 60, cuando llegaron Puerta Curro, Santiago, Paco y algunos más. Creo
que fueron un par de salidas a hombros más, 18, pero no puedo certificar que lo hiciera por
esa afiligranada Puerta porque antes de instituirse reglamentariamente su
apertura, tres orejas son el aval suficiente, la cancela se abría cuando daban
su aquiescencia los maestrantes. Contaba José Manuel Inchausti “Tinín” que una tarde cortó cuatro orejas y el cancerbero
no le franqueo el paso a hombros por el famoso portal. El madrileño aseguraba
que se zafó de sus porteadores y pasó la puerta a pie y vestido de luces. Hubo sus
disputas ante el criterio de los maestrantes y el público y todo se solventó
reglamentariamente. El imperio de la ley sobre el sentimiento.
Como colofón
de este caleidoscopio de colores, el oro viejo del recuerdo cuando se han
cumplido 50 años de la muerte de Churchill y 25 de la de Ava Gadner. Ambos
tienen un rincón en mi almario torero, el inglés por sus puros habanos y la cabeza
de toro que le regalaron con la uve de la victoria en pelo blanco en su cara, y
la más bella por la asiduidad con la que vivió su afición a los toros, al
margen de sus aventuras amorosas con Mario Cabré (“Dietario Poético a Ava
Gadner”) y Luis Miguel Dominguín, que tuvo la hombría de confesar que no era
cierta la anécdota de su precipitada
huida “para contarlo”. ¡Qué cosas pasaban en aquellos tiempos!
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