Gracias a
Juan Lamarca y su portal “Del toro al infinito” me enteré de algo que renovó mi juvenil gozo. Hace muchos
años publiqué en “El Ruedo” una serie de artículos sobre le historia taurina de
Méjico (con j), el primero, el 19 de noviembre de 1953, y el último de los once
totales, el 18 de febrero de 1954. Tenía por entonces 22 años y veía crecer la
hierba periodística. Podía con todo, hasta con emprender tan gran empresa.
Existía desde 1924 la “Historia del México Taurino” de Nicolás Rangel, pero yo
no la conocía. Mi madrina, Clotilde Íñiguez, era bibliotecaria de la Nacional y
fue mi máxima consejera para informarme del devenir torero de aquellas
latitudes. Con esa sólida base hice todo el esfuerzo posible para que mi
trabajo tuviera cierta altura y validez. Años después completé ese trabajo
hasta llegar a nuestros días y se lo ofrecí a la Casa Domecq, que por entonces
tenía una prestigiosa delegación en la tierra de los aztecas y algunos
indígenas más. Me argumentaron que no era conveniente la publicación de un
libro escrito desde España. Ahí se quedó la carpeta con sus docenas de folios a
máquina y mis ilusiones mustias como las hierbas que veía crecer. Repaso el
blog (¿se dice así?) de Lamarca y encuentro mi nombre añadido al seudónimo con
el que me inicie en estos menesteres: “Barico II”. Hablaba de mí y de mi
trabajo don José Francisco Coello Ugalde, lo hacía elogiosamente y justificaba
mi condición y naturaleza, la española, claro, y lo de escribir México con j.
Esto lo corregí pronto, en 1964, cuando estuve unos meses al otro lado de los
mares. Me sirvió de mucho aquel viaje. Fue como el estallido de una nueva
galaxia en mi propia mente. Una ventana al exterior. Aquel año estuvieron en
México Paco Camino, Diego Puerta, Miguelín, Álvaro Domecq y Manuel Benítez en
su paseo termonuclear por la plaza de “El Toreo”, fuera de las fronteras del
Distrito Federal, aquel tremendo edificio de hierro que tenía una cubierta
abatible que hacía un ruido infernal cuando se ponía en marcha. A Juan García
“Mondeño” le despidió Carlos León con una carta al Papa Juan XXIII, a Camino,
en su salida a hombros de la México, le sacaron del estuche la Rosa Guadalupana
que había ganado en buena lid y la grey taurina mexicana no tenía otro peón que
Jaime Rangel para plantarle cara a uno de los españoles que ha mandado en sus
ruedos, “El Niño Sabio de Camas”, ya no tan niño y recién casado con Norma
Gaona, la hija del empresario de la Monumental. Conocí a unos cuantos toreros
históricos: “Armillita”, Garza, “El Soldado”, “El Calesero”, Fermín Rivera y
luego, en España, a los hijos de algunos de ellos, Manolo Espinosa, Alfonso Ramírez
y Curro Rivera, el que cortó cuatro orejas una tarde en Las Ventas. Tres
toreros nuevos en esa campaña mexicana de 1964 que maduraron en las plazas
españolas, Fernando de la Peña, al que le dio la alternativa Antonio Bienvenida
en Barcelona, Guillermo Sandoval, también doctorado en la capital catalana, y
Oscar Realme, en Oviedo, los tres confirmados en Madrid antes de volver a su
tierra para continuar sus inciertos caminos. Don Isidoro, murciano y masón, era
el conserje de la Monumental, la que me enseñó por dentro y por fuera y hasta
el bar de la logia a la que pertennecía. Nada más.
Tuve
contacto con excelentes escritores como Álvaro Albornoz, hijo del ministro de
la II República Española y jefe del Gobierno en el exilio, autor de unos
aforismos a los que llamó “revoleras” y persona de sutil humor: “Tuvo que
suspender la batalla porque con tantos tiros no podía escuchar bien la música
que tocaban las bandas militares”. A mi tío José María, primo hermano de mi
madre, que decía que no volvería a España hasta que se muriera Franco, le
recomendaba: “Pues vuelve y no le hables”. El citado Carlos León, sus cartas a
famosos y los diálogos de las películas de Cantinflas. Se parecía mucho a
Alfonso XIII. Otro mucho más vinculado a los toros, Carlos Fernández y López de
Valdenebro, madrileño de nacimiento (1912), hijo del secretario de las Cortes
de la II República y de “veraneo” en tierras mexicanas. En los carteles, “Pepe
Alameda”, locutor, escritor, poeta, recitador y, en inglés, “showman”, hombre
espectáculo. Vino a España a retransmitir “la corrida del siglo” desde Jaén y
con “El Cordobés” de protagonista. Le entrevisté en la cafetería del hotel
Wellington y me sorprendió que desayunara con coñac francés, Napoleón. Su
frase: “El toreo no es graciosa huida sino apasionada entrega”. Su obra: “Los
Arquitectos de la Moderna Tauromaquia”. El toreo ligado de Manuel Jiménez
“Chicuelo” y su faena con el toro “Corchaíto”, de Pérez Tabernero. Madrid, 24
de mayo de 1928. En estos días se cumple el noventa aniversario. “Chicuelo” fue
también uno de los favoritos de los aficionados mexicanos. De Rodolfo Gaona, el
Indio Grande, tenía referencias por mi padre cuando visitó España y le preguntó
por Paquita Escribano, una cupletista de gran fama y con vínculos en Ejea de
los Caballeros. Gaona se casó con la Moragas y su matrimonio duró menos que el
de Rafael el Gallo con Pastora.
Una hermana
de “Pepe Alameda”, María Victoria Fernández y López de Valdenebro, divorciada
de José María Jardón, empresario de Las Ventas con don Livinio y Escanciano,
fue la segunda esposa de Domingo (López) Ortega. La primera, la hija de los
marqueses de Amboage, murió joven y como consecuencia de un acceso en la cabeza
que se le infectó con un tinte que le aplicaron en la peluquería en abril de
1944. Su familia pleiteó denodadamente para conseguir el cincuenta por ciento
de lo que había ganado el de Borox en
las plazas de toros durante los siete años de matrimonio (No recuerdo que
hiciera a mi lado ningún paseíllo y vestida de luces”). Creo que se conformaron
con las joyas de la fallecida. Dos años después, el 21 de septiembre de 1946, Domingo
se casó en Madrid, en San Fermín de los Navarros, con María Victoria,
“Picuqui”.
Recuerdo un
libro del cronista de la ciudad de México, Artemio de Valle-Arizpe, “Calle
Vieja y Calle Nueva”, en el que menciona a
Bernardo Gabiño, un torero de Puerto Real, Cádiz, y del que dice que
“ocupa lugar preeminente y campea lleno de prestigio en la historia de la
tauromaquia mexicana”. Asegura que vivía en el número 5 y medio del callejón de
Tarasquillo y cita a la señora de Calderon de la Barca y su obra “Vida en
México”, en la que hace unas encarecidas alabanzas de Gabiño, su garbo y fina
gracia bailando la zarabanda, el vito, la farruca, el polo, las peteneras,
soleares o la jota aragonesa, valenciana o murciana, el zapateao, la jarana, el
palomo, la zanchenga o el jarabe. No había baile que se le resistiera. Dicen
que el de Puerto Real asombraba a los aficionados con sus fulgurantes e
incomparables metisacas. Cuenta el cronista un ataque de indios comanches (¿?)
en un viaje en el que le acompañaban su picador Ignacio Cruz y su banderillero
Fernando Hernández, su defensa con las balas de las carabinas y su llegada al
lugar de destino heridos pero respondiendo a su función de toreros. El
portorrealense ganaba y gastaba largo,
quebró la casa comercio (hoy, Banco) donde tenía sus ahorros de 80 mil pesos y,
entre la pobreza y los achaques de la vejez, se contrataba por 30 pesos por
corrida, hasta que el 31 de enero de 1886, en Texcoco, cuando un toro de Ayala,
“Chicharrón”, le pegó una cornada junto al recto, no se dejó intervenir en el
cochambroso cuarto que servía de enfermería, lo trasladaron a la capital y, en
el cuchitril del callejón de Tarasquillo donde residía, murió el 11 de febrero,
a las 9 y media de la tarde. Dice don Artemio de Valle - Arizpe que Gabiño
tenía cuando falleció 83 años, no sale la cuenta, y que llevaba 51 de torero.
Puede que esos años fueran los que llevaba en México, a los que habría que
sumar los que toreó en España antes de partir hacia las Américas. Según mis
noticias en realidad tenía 73 años, tampoco edad muy propicia para enfrentarse
a los toros. La figura de Gabiño ha sido realzada por don José Francisco Coello
Ugalde, mi panegirista mexicano que se considera a sí mismo como “maestro de
Historia”. Ni profesor, catedrático o doctor, MAESTRO. Y sus apellidos me
recuerda, el primero a uno de los banderilleros más artista de Portugal, Mario
Coello (Conejo), matador de toros después, y el segundo, Ugalde, al más
auténtico caricaturista español, de Tarazona de Aragón y cuarenta años en las
páginas de ABC. El maestro Coello Ugalde dice que Gabiño nació en Puerto Real
el 20 de agosto de 1812, que no tomó la alternativa en España, que se la dio
Manuel Domínguez “Desperdicios” en Montevideo, Uruguay, y que su presentación en México se dio entre
1829 y 1834. Fue Gabiño el primero que otorgó una alternativa en las plazas
mexicanas, en 1879 y a Ponciano Díaz, que una vez doctorado sí vino a la
península para torear y sorprendió más que nada por su poblado bigote.
En el libro
de Luis González Obregón publicado en 1947 con ilustraciones de Bardano y
Molina, “Las calles de México”, se cita la Plaza del Volador como el lugar de
la ciudad de México en la que se celebraban las grandes fiestas populares,
perros y liebres, peleas de gallos, juegos de cañas y suelta de toros bravos.
Citan como especiales las fiestas de febrero de 1773 y las del mismo mes de
1803, en la que hubo un eclipse de sol. Como anécdota de los festejos de la
“Plaza del Volador”, no sé si fidedigna y creíble, la de que Hernán Cortés, en
unos juegos de cañas en el siglo XVI, sufrió tal cañazo en un pie y del que
anduvo mucho tiempo cojo y enfermo. Fue peor lo de “la noche triste”.
El caso es
que gracias a mi padre y su actividad como cronista de toros yo tengo un
antiguo y buen recuerdo de los diestros mexicanos. El 24 de agosto de 1934 se
publicó en “El Debate” una crónica firmada por “Barico”, Benjamín Bentura
Sariñena, de un mano a mano entre Lorenzo Garza y Luis Castro “El Soldado”.
Calor sofocante, Joselito Gómez como sobresaliente y novillos de Coquilla.
Lleno a reventar en la plaza que se iba a clausurar a finales de aquel mismo
año para ya inaugurar la de Las Ventas del Espíritu Santo. Garza y su compañero
brindaron sus respectivos primeros novillos a Domingo Ortega. Lorenzo “el
Magnífico” cortó sendas orejas al primero y al tercero, pasó a la enfermería y
no mató al quinto. Lo mató Luis Castro que obtuvo las dos orejas y el rabo del
sexto. La crónica fue ilustrada con
cuatro apuntes a pluma de Roberto Domingo, dos muletazos de Garza, uno de “El
Soldado” y la estampa de un toro. Le regalaron a mi padre aquellas obras de
arte que yo vi siempre en las paredes de nuestra casa madrileña de la calle
Libertad y luego de Colomer, junto a la Avenida de Los Toreros. Y ahora los
contemplo cada día, privilegiado que soy, en mi cuarto de estar zaragozano. Mi
santo y seña por los siglos de los siglos.
A Luis
Castro “El Soldado” lo conocí en mi viaje a México, también a Garza que
recuerdo que alternó una tarde con José Fuentes creo recordar que en su tierra
natal, Monterrey, regiomontano, maravilla expresiva, y luego, en Madrid, en el
Museo de Las Ventas, el día en que Pablo Ignacio Lozano presentaba su
escultura, reproducción en bronce de una extraordinaria foto de Arjona de un
lance de Antonio Ordóñez con una rodilla en tierra. Otra maravilla. A Fermín
Espinosa “Armillita” le saludé en Pamplona en el hotel Yoldi, antes de que el
Maisonave nos recogiera a los escribidores taurinos, entre los que estaba
también don César Jalón “Clarito”, ministro de la República que me contó que le
había retirado de la crítica Franco al reconocerles a algunos de los ministros
republicanos una jubilación. “Si tengo alguna necesidad especial escribo un
artículo para El Ruedo” – me contó don César en nuestro último “sanfermín”. Ya
había publicado sus interesantes y sabias memorias”.
Bueno, me he
alargado demasiado. Me puede la inquietud de no tener el tiempo suficiente para
contar mis recuerdos y me motiva el impulso que me ha dado el reconocimiento
del MAESTRO DE HISTORIA don José Francisco Coello Ugalde, a quien dedico esta
mi memoria de más que un octogenario superviviente.
Zaragoza,
mayo de 2018.
Recuerdos de una época bonita.
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