Eran los
finales del siglo XIX, se habían retirado “Lagartijo” y Frascuelo” y asomaban
por el foro “Espartero” y “Guerrita” y a don Antonio Peña y Goñi se le ocurría
hacer la siguiente pregunta: “¿Dónde están los toros después de la retirada de
“Lagartijo” y “Frascuelo”?” Y él mismo se contestaba: “Cabras, chivos,
becerros, gnomos, así llaman los periódicos a las reses que se lidian en las
plazas de Madrid. El mal terrible, el cáncer que mata el espectáculo está ahí,
en la falta de toros”. Manolillo se salvó de la quema porque murió a cuernos miureños,
pero el segundo Califa no se escapó ni con alas. Se decía antes que “no hay mal
que cien años dure”, pero en esto de los
toros, si escarbamos, el mal dura dos o tres siglos, desde que se impuso la
corrida de toros como espectáculo habitual, mediado el siglo XVIII. Y es que,
como ya he dicho alguna vez, no cambia la idiosincrasia del espectador taurino
y no ha existido el torero perfecto. Y me parece muy bien que se juzgue a unos
y otros en función de los gustos de cada cual porque lo de la democracia
imperativa se diluye como un azucarillo en un vaso de agua cuando uno se da
cuenta de que lo de la igualdad de hombres y mujeres y entre hombres y hombres
es pura entelequia, gracias a Dios. Carlos Herrera, “Herrera Carlos”, que tiene
un bar de tapas junto a la Real Maestranza de Sevilla y algo debe de chalanear en
esto del toro, afirmó hace unos meses que los tres diestros que habían cambiado
el toreo desde los tiempos del Guerra eran “Manolete”, “El Cordobés” y Paco
Ojeda (o Dámaso González). Me quedé anonadado. A “Manolete” le purificó
“Islero” en el momento en que más arreciaban las críticas a su toreo y a su administración,
la revolución cordobesista se basó más en lo crematístico que en lo artístico y
“bienaventurados sus imitadores porque de ellos fueron sus defectos” y el de
Sanlúcar, no tanto como José Tomás, renunció al mando del escalafón. Hasta
“Joselito”, del que decía Corrochano que era “el toreo”, tenía sus puntos
débiles y no precisamente el del conocimiento del toro y su lidia y, por
desgracia, cayó a cuernos de “Bailador” porque el astado de la viuda de Ortega
era burriciego y a los toros de esta condición
no se les puede dar distancia y perderles la cara. Se lamentaba don Gregorio,
se lamentó toda España. Paradójicamente, a “Manolete”, tan vilipendiado por
algunos que luego se rasgaban las vestiduras por las opiniones escritas de papá
Ernesto, le mató su honradez. Y Manuel Benítez supervive como los Beatles o el
bandido Luis Candelas. Por cierto que en las cuevas que llevan su nombre y que
abrió al pie de las escaleras del Arco del Cuchilleros el diestro Félix Colomo
(una cabeza de toro que había en la popular taberna llevaba esta leyenda: “Este
toro lo mató Félix Colomo no sabemos como”) se ha dado un chusco
acontecimiento: desde hace muchos años, un hombre, a la usanza bandolera, hace
guardia en la puerta con un trabuco al hombro y, no ha mucho, unos policías
municipales le exigieron el permiso de armas para poder exhibirla como reclamo
de clientes soñadores. Un arma del XVIII, o su imitación, que para ser
utilizada hay que cargar por la boca, ponerle pedernal, que salte la chispa que
encienda la mecha y produzca la explosión de la pólvora y lance el plomo,
necesita del correspondiente permiso municipal. Complicadillo.
Más sencillo
es caricaturizar a los toreros de hoy y dos son especialmente, los
destinatarios de la crítica esperpéntica, Julián López “El Juli” y José Antonio
Morante de la Puebla. ¿Por qué? Supongo que en ambos casos porque mandan en las
taquillas. Son, ahora mismo, los que más gentes llevan a las plazas en
detrimento de otros diestros puede que del gusto de los comentaristas. Lo peor
es que la caricatura se acentúa con rasgos ridículos, deformantes, exagerados.
Conocí a grandes caricaturistas angélicos, Paco Ugalde, de Tarazona de Aragón,
paisano de Raquel Meller, Sirio, Cronos o el más moderno y taurino Vinies, y
nunca molestaron a nadie con sus monos geniales. Hubo, en el Romanticismo, la
sátira despiadada del hermano de don Gustavo Adolfo, sátira acentuada con el
paso del tiempo y dulcificada por la censura dictatorial. Entonces había que
agudizar el ingenio.
Y me ha
extrañado que un hombre tan versado, y
hasta puede que aficionado, como Ignacio Ruiz-Quintano, en ABC, se complique la
vida y afirme tajantemente lo siguiente: “Y en la tauromaquia, Morante es la
Cecilia de los Gallos, Rafael y José, y solo con esa cosa suya de poner en
conversación las barbilla con el
esternón, o sea, el chafarrinón”. ¿Y quién es doña Cecilia? Yo nací a
unos quilómetros de Borja, en donde está el monasterio de La Misericordia,
lugar en el que la octogenaria (pecados perdonados) doña Cecilia trató de restaurar
el Ecce Homo que pintó don Elías García Martínez, alicantino de
nacimiento, casado con una zaragozana y
padre del segundo de los escultores aragoneses, Honorio García Condón ( por si
las bromas, cambió su apellido por el de Condoy), y de otro hijo pintor apreciable, profesor de
dibujo en la Escuela de Bellas Artes y en el Instituto de II Enseñanza de
Zaragoza y que dejó en los muros del monasterio borjano una estampa al fresco
dentro de los parámetros de la tradicional pintura religiosa. Doña Cecilia,
pintora doméstica, decidió un día que había que restaurar esta obra, metió sus
pinceles en los óleos tenebrosos y disfrazó al Cristo doliente de primate
barbudo, cosa que a algunos les hizo una gracia desternillante y pusieron de
moda la visita al lugar sagrado cercano al de Veruela, al amparo del Moncayo,
refugio veraniego de los Val-Carreres. Se cobró la entrada para beneficiar al
culto santo y a doña Cecilia se le proporcionaron lisonjas, exposiciones y
homenajes y no sé si alguna compensación económica. Yo, la verdad, le hubiera
impuesto el pago de las costas de la recuperación del apreciable original.
De todo ello
creo deducir que Ruiz-Quintano acusa a Morante de la Puebla de ensuciar la
imagen que tenemos de los hermanos Gómez Ortega, los Gallo, cuestión complicada
porque no sé si en el toreo encontraremos dos hermanos más dispares entre sí,
física, anímica y artísticamente. Rafael, gitano, bajo de estatura, arte puro,
inspiración y arrebato. José, payo, estilizado, técnico, reflexivo y templado. Por
mucho que Morante hunda su barbilla en el esternón no puede “chafarrinear” a
ambos. Y, desde luego, Morante de las Puebla no es un torero doméstico.
A la gente
estas cosas le llegan al alma y se supone que cuando leen los periódicos de
papel o los etéreos sacan sus consecuencias y obran en consecuencia. Esto
último no me lo creo ni yo mismo. Hace unos años le preguntaron a Juan
Belmonte, oráculo admitido por tirios y troyanos, los de José y los de Juan,
por la categoría crítica de don Antonio Díaz Cañabate y, escueto y sentencioso,
el falso trianero contestó a lo gallego: “En nuestros tiempos, en los de José y
míos, el era de Vicente Pastor”. Ahora, y me mojo sin red ni salvavidas, se
puede ser de Padilla o “El Fandi”. Yo prefiero a Morante. O al “Finito” de la
última feria del Pilar. Si bien, como también he repetido hasta la saciedad, el
mejor aficionado es el que tiene más capacidad para entender a más clase de toreros. En este “planeta” que, como nuevo
Galileo, descubrió “el Caña”, cabemos todos. Y cuantos más, mejor.
Solamente un inciso. No creo que Joselito fuera payo, más bien gitano como su hermano y su madre.
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