APOCALISIS:
“Último libro Canónico del Nuevo Testamento. Contiene las revelaciones escritas
por el apóstol San Juan, referentes en su mayor parte al fin del mundo. APOCALÍPTICO:
Terrorífico, espantoso”. Eso dice la Academia Española. Y esa sensación invade
mi reparado corazón al leer a los apósteles de la información taurina de este
nuevo tiempo, en el que a cinco toreros de primera fila se les ha ocurrido
unirse frente a la verborrea tabernaria del heredero del señor Pagés, iluminado
catalán que tuvo la habilidad de asegurar para sus herederos el arrendamiento
de la Real Maestranza de Sevilla por los siglos de los siglos. Tiene gracia,
además, que fueran un catalán y un vasco los que inventaran la Feria de Abril del
Prado San Sebastián, en las cercanías de los Jardines de Murillo y la Fábrica
de Tabacos donde trabajaba Carmen, la del francés Mérimée. Así de caprichosa es
la Historia. Contra los maestrantes ya se reveló “Joselito” con la construcción
de una nueva plaza en Sevilla y antes lo hicieran Bombita y Machaquito contra
don Indalecio Mosquera, empresario de Madrid y don Eduardo Miura, sombrerero y
ganadero. Y los gacetilleros de entonces y los de ahora se enfrentaron y se
enfrentan a los “gallitos” de los viejos tiempos y a los de hoy, y en todas
esas ocasiones se pusieron de parte de los toreros de segunda fila, como el
penúltimo demagogo (la demagogia está presente en casi todas nuestras
actividades colectivas) se puso de parte
de Andrés Vázquez frente a las ínfulas imperialmente romanas de Antonio Ordóñez,
el paisano de Pedro Romero.
Diodoro
Canorea, manchego y empleado de banca, se casó con la hija de Pagés y se
convirtió en el empresario de Sevilla. Don Diodoro, simplemente. Como don
Livinio. Es bueno tener un nombre poco común para que todo el mundo te conozca
con solo nombrarte. Pero don Diodoro era un hombre inquieto y buscó sus aventuras por otras plazas,
Zaragoza y Madrid entre ellas, y siempre se mantuvo fiel a Curro Romero. Murió
Diodoro, su hijo Ramón se hizo con los mandos y, a las primeras de cambio, le
puso puertas al campo del camero bien oliente. En la solapa, un ramito de
romero. En la mente, la liquidación de los privilegios del artista. En la
puerta de alguna plaza, los vendedores de orinales que decían que eran unos
“mandaos” de un Gonzalito prevaricador. El caso es que don Francisco se
acercaba a los 70 años de edad y se vestía de corto para torear un festival en
La Algaba junto a José Antonio Morante de la Puebla después de desertar ambos de
la cercana feria sevillana de San Miguel. Curro llamó a Fernando Fernández
Román y le dijo la noche del 22 de octubre del 2000 que colgaba su recamado
traje de luces. ¿Por qué? Un novillo le había pegado una voltereta a Morante y
a Curro se le había encogido el corazón. “Si me la llega a pegar a mi me tiene
que llevar a casa en parihuelas”. La edad, 67 años, y fin del siglo XX. ¿Y el
hijo de Diodoro? Mejor no meterse en
dibujos.
Hace años,
los empresarios se juntaron y fueron a Villalobillos a pedirle a Manuel Benítez
que volviera a los ruedos. El de Córdoba lo consultó con la almohada y les hizo
firmar a todos los grandes en la funda de sus sueños. Ahora podían reunirse los
empresarios y acudir a los cuarteles de invierno de José Tomás y pedirle que
vuelva a los ruedos con un calendario profuso, decente y de alta alcurnia. Por
ejemplo, que toree en todas las plazas de primera que van quedando. La fiesta
de los toros solo la pueden dignificar los ganaderos y los toreros. Contarla,
los que sepan escribir y tengas conocimientos del arte, y sostenerla, las
gentes del pueblo que se asomen a las taquillas. Estos últimos tienen la sartén
por el mango: pueden soltar la mosca o quedarse en casa. Lo demás son sueños de
políticos frustrados metidos a aficionados que quieren gobernarlo todo.
Hace unos
días, en Zaragoza, un amigo mío leyó su tesis doctoral sobre la economía en el
mundo de los toros. No me enteré demasiado porque yo de “imputs” y otras
bagatelas financieras entiendo más bien poco. En realidad nunca supe ganar
dinero. Mi conclusión de la escucha atenta de lo que decía Julián Montañés Escribano
fue que en el 2007 llegamos al cenit del negocio taurino y ahora estamos en la
cuesta abajo. Un análisis de la incidencia del sector taurino en la economía
española de tan difícil estudio porque son muchos los factores y escasas las
informaciones, ese era el tema del doctorando. En 2008, casi 8 millones de
espectadores para los espectáculos mayores, unos 90 millones de euros de
ingresos, más la televisión, los bares y almohadillas, las carnes, los hoteles,
transportes, tiendas de recuerdos, visitas a las plazas, fiestas en las fincas,
los toros, etc, etc,… En total, una repercusión en el P.I.B. de mil trescientos
millones de pesetas. Pero la curva, señores, es descendente mientras los que
quieren vivir del negocio aumentan, los toreros, los ganaderos y los servicios.
¿Dónde iremos a parar? Yo siempre me acuerdo lo que decía no sé quien con
motivo de las prohibiciones de Carlos IV, alguien no muy versado en lingüística:
“Los toros son una fiesta que va de prole en prole que no hay nadie que la
abole y ni habrá quién la abola”. Espero que así sea.
Julián
Montañés, atrevido, intrépido y osado, fue dirigido en su estudio por los
doctores Helena Resano Ezcaray y Antonio Purroy Unanua, este último bien
conocido en el mundillo del toro bravo. Con él cambié algunas impresiones sobre
temas que afectan más al devenir operativo de la fiesta. De las ganaderías, por
ejemplo. Le dije que, para mí, don Alvaro Domecq y Díez era el mejor ganadero
que yo he conocido. Me habló de Victorino y yo le argumenté que don Álvaro
había creado una ganadería nueva y el de Galapagar se había limitado, con todo
el mérito que ello suponía, a recuperar una ya existente y prestigiada, la de
Albaserrada. Luego, con los “patas blancas”, las cosas ya no se han
desarrollado con la misma fluorescencia pese a la indudable sapiencia del
paleto de Galapagar. Ortega y Gasset decía que todo lo grande de España venía
de sus pueblos. Lo repito en cuanto puedo porque yo soy de pueblo.
Estábamos en
la Facultad de Veterinaria de Zaragoza, en donde don Álvaro Domecq tuvo una
gran actividad a favor del toro bravo de la mano del profesor Isaías Zarazaga y
creó un banco de sangre para estudiar la consanguinidad de las reses,
subvencionó estudios sobre la alimentación y promocionó otros aspectos de la
crianza y genética de tan singular animal. Por aquel entonces, hace más de
veinte años, había también una colección de cráneos de cuyas medidas no puedo
asegurar que consecuencias se sacaban. Estaban allí y había un especial interés
por su examen y estudio. Don Álvaro también tenía un bien dotado laboratorio en
su finca jerezana de “Los Alburejos”.
Había y hay otros excelentes criadores, pero mis preferencias, con el
caudillaje de don Álvaro, se inclinan hacia don Baltasar, los hijos de don
Celestino, los Lozano y sus Alcurrucen, Ana, la de los Romero, el hijo de Juan
Marí y la Montalvo y algunos más, no muchos. Y he citado a los que ahora están
vigentes para que nadie me tache de nostálgico. Pero, señores del jurado, de
aquello que había en la Facultad de Veterinaria de Zaragoza ya no queda ni un
solo hueso. Lástima. España y yo somos así, señora.
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