lunes, 25 de febrero de 2013

QUÉ MIEDO



Me gusta recordar a mis amigos. José Marí Recondo era amigo mío y no sé por qué lo recuerdo cuando, casi a diario, veo en la televisión los desfiles de modelos. Y hace tiempo que comprendí que no era por los leves trazos de la lencería lucida por mujeres bellísimas, esculturales, a imagen y semejanza de Josefina Baker, Noemi Campbell en versión moderna, y levemente disimuladas por transparencias de sedas o encajes pero sin tiempo para mayores fantasías. Un día me sorprendí a mi mismo con la lógica explicación: “Belmontito de Donostia” había prometido morirse sin asistir a una corrida de rejones y yo me juro a mi mismo que en mi vida asistiré a un desfile de modelos. ¿Para qué sirve un desfile de modelos?
Y de sorpresa en sorpresa, me encontré el pasado 21 de febrero con una carta de de don Javier Guajardo al director de ABC en la que, en cuatro palabras, desmontaba la campaña en contra de las corridas de toros por parte de los ecologistas verdes y abortistas. Si tanto protegen la naturaleza, a los animales y sus especies ¿cómo pueden pedir la supresión de las corridas que son la garantía de la supervivencia del toro bravo? Donde se dejaron de correr toros desaparecieron los herederos del uro. Y en el otro aspecto, en el del dolor del toro en su lidia, el señor Guajardo, que no sé si tiene algo que ver con las Termas de Alhama de Aragón, preguntaba a los abortistas por el sufrimiento del feto. Al toro de lidia se le alarga la vida más allá de la que gozan sus hermanos cárnicos y nada digamos de su placentero disfrute en la libertad de las grandes dehesas. Ni citaba a Teseo,  Goya, García Lorca u Ortega y Gasset. Solo a la realidad indiscutible de la existencia o no existencia de un animal tan impar como el toro bravo, tan digno de supervivencia como el lince o el águila imperial.
 Otra sorpresa: el otro día, por aquello de los “Goyas” de los premios del cine, me enteré en  el suplemento de El Mundo que una mayoría de expertos del Museo del Prado, en caso de incendio, salvarían de la quema de la pinacoteca nacional entre los cuadros del titular de esos premios  el que ni siquiera se ponen de acuerdo los expertos en ponerle título. Unos le llaman “El Perro”, otros “Perro” o”Cabeza de Perro” y, los más, “El  Perro Semihundido”, se supone que en el agua, o “Seminenterrado”, parece que en arena. Es lo que me pasa a mí cuando me encierro en el granero donde guardo mis papeles taurinos. Me hundo o entierro, me pierdo entre muros de papel y libros que pesan como piedras, fotos, dibujos y baratijas. Es el gran saco de mis recuerdos que todas las semanas me propongo ordenar. En ese intento me encontré con unas páginas de la revista “La Actualidad Española” del 15 de junio de 1975, en las que José Luis Quintanilla firmaba un reportaje que titulaba “Por qué tenemos miedo”  y en el que respondían  a la pregunta Curro Romero y Rafael de Paula, que habían toreado mano a mano en la feria de San Isidro de aquel año sin más consecuencias y que dos días después, el 18 de mayo de ese mismo año, en Barcelona, Paula se negó a matar un toro y fue propuesto para una sanción severa: la inhabilitación por seis meses, se supone que en la provincia de Barcelona, no en toda España. Años antes, el 25 de mayo de 1967, Curro Romero, en Las Ventas, se negó a matar un sobrero de “Cortijoliva” que salió al ruedo en quinto lugar en una corrida de Higueros en la que Rafael Ortega cortó las dos orejas del primero y una del sexto Sánchez Bejerano, éxitos que se esfumaron en el olvido mientras que a Romero se lo llevaban a la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol y García Candau se disfrazaba de camarero del bar Correos y  llevaba la cena al de Camas a la mazmorra y le hacía una jugosa entrevista. Noche de inquietudes, pero, al día siguiente, Curro salió de los calabozos, se vistió de torero para hacer el paseíllo en la Monumental madrileña y lidiar seis toros de Benítez Cubero con Diego Puerta y Paco Camino, sendas orejas para Diego y Curro en sus toros y dos orejas para Paco en el tercero y la salida a hombros de los tres sevillanos por la puerta grande. El gran contraste. Como años antes sucedió con la corrida de “El salario del miedo” en la que actuaron Pepe Luis, Antonio Bienvenida y Julio Aparicio. En recuerdo de otros tiempos citaré lo ocurrido en Valencia en los años 30 con Domingo Ortega y Victoriano de la Serna. Un gran éxito del de Borox y el doctor de la Serna que le dijo al triunfador “Paleto, no te hagas ilusiones; mañana los periódicos hablaran sólo de mí”. Salió el sexto toro, Victoriano se sentó en el estribo y allí esperó a que le tocaran los tres avisos. Cosas que pasan en este espectáculo tan impredecible como es la corrida de toros.
José Luis Quintanilla, que iba a los toros con Jesús Bernal, gran ilustrador, redactor jefe de “La Actualidad Española” y con carteles premiados para la Beneficencia madrileña, comienza su relato en busca del miedo con una anécdota de Juan Belmonte y Rafael el Gallo en su tertulia sevillana. Asegura Quintanilla que Juan le repetía a Rafael lo de sus espantadas y el miedo que las provocaba. El gitano de los Gallo lo explicó con un supuesto muy humano: una madre va con su hijo en brazos y de pronto alguien grita ¡Fuego! La mujer sale corriendo agarrando fuertemente a su hijo. En las mismas circunstancias alguien advierte la presencia de un toro bravo; la mujer suelta al niño y huye alocadamente. Ese es el miedo al toro.
Paula fijaba más esa sensación en su desconfianza física, en la limitación de movimientos, la impotencia y sostenía la teoría de que a él no le cogían “los toros con intenciones asesinas”. “Sí, de acuerdo. Soy gitano y tengo miedo. Pero no tengo más miedo que cualquier torero payo”. Es muy difícil definir el miedo y calibrar su intensidad. El miedo nace en la inteligencia, en el saber. El valor es la superación del miedo a pesar de esa inteligencia. Muchos toreros han superado los momentos difíciles en base a su técnica,  aunque en el caso de Paula y en el de Romero, en este menos, el oficio sea un mero supuesto, sobre todo en el momento cumbre de la estocada. Los escándalos han sido parejos, pero el de Camas era más hábil en la resolución de los conflictos aunque las furias desatadas fueran muy similares.
Curro Romero aseguraba que “toreando a mi gusto me he quedado sordo” y que los toros que mejor recuerdo le habían dejado en su vida era uno de Galache en San Sebastián y otro de Juan Pedro en Granada. Su ideal era torear en Sevilla porque se escucha torear, a las cinco de la tarde, un toro del Conde de la Corte y Manolo Caracol  en el tendido cantando “seguiriyas”. Es posible que, años después, hubiera preferido a “Camarón”. “El  miedo desaparece cuando estás toreando a gusto”. No confundir el genio con la bravura”. “El toreo es arte y requiere inspiración”. Lo difícil es que coincidan todos los elementos y surja el prodigio fugaz y resplandeciente, privilegio de unos pocos. Por eso perduran Curro y Paula, dos perchas literarias, como decía Bergamín y repetía Manolo Cano, apoderado que fue del camero y gran escuchador taurino.
Yo soy “romerista”, lo de “currista” me suena peyorativo, conocí al hombre en una cafetería de Madrid en la calle Marqués de Valdeiglesias, una de las primeras del grupo “California”, y lo vi por primera vez en una novillada en Alicante (¿1956?), en la que también actuó Victoriano Valencia, más joven que yo en las biografías pero porque se quita años. En la nueva revista de 6 TOROS 6, en la que se nota la mano más taurina de José Luis Ramón, Victoriano confiesa que sus toreros preferidos fueron Antonio Ordóñez, a pesar de sus agudas  polémicas profesionales,  y Antonio Bienvenida, por  su naturalidad. Parece que en estos tiempos se busca lo complicado, lo barroco. En julio de 1982, el mejor cronista de toros de muchos tiempos, Ignacio Álvarez Vara, en Cambio 16 publicó un artículo que titulaba  “Mi Curro ya no es mi Curro” en la que se refería a una corrida celebrada en Madrid el 26 de mayo de ese mismo año con tres toros de Núñez Hnos. y sendos de Juan Pedro, José Luis Osborne y Sepúlveda y la grata compañía de Paula y Pepe Luis Vázquez hijo. En el cuarto toro de Núñez se armó el escándalo y Curro se mantuvo al margen excepto cuando se cambió el tercio de varas y le pidió a su picador Diego Mazo que prolongara el castigo. Cuando el picador se iba de la plaza le tiraron botes de cerveza mientras el ruedo se cubría de toda clase de objetos, incluidas las contundentes almohadillas venteras, rollos de papel higiénico y orinales que en Andalucía llaman escupideras. Malas lenguas aseguraban que los rollos y los orinales los vendía el propio Gonzalo Sánchez, el famoso “Gonzalito”, mozo de espadas y buen intérprete del fandango de Huelva. Es posible porque resulta difícil creer que alguien vaya a los toros con los rollos y los orinales debajo del brazo y que, tras la bronca, algunos exigieran la devolución del recipiente mingitorio arrojado. Al final de la corrida, Curro aguantó impertérrito la amenazante lluvia de objetos y abucheos, gritos e insultos, pero al llegar, al patio de caballos, unos quinientos exaltados querían tomarse la justicia por su mano. El torero se refugió en un despacho de la entrada a chiqueros, una hora y media después de terminada la corrida, le trajeron ropa para cambiarse y le llevaron hasta el patio del desolladero y de allí salió en coche hacia su casa para marchar a Nimes, en donde actuaba al día siguiente.
Los juicios de los críticos de entonces fueron de lo más despiadados, incluso el de Juan Posada pese a su condición de matador de toros: “No, eso no es el toreo”. Alfonso Navalón: “Una cobardía sin límites como torero inepto”. Vicente Zabala:”El número de la inhibición”. Joaquín Vidal: “Franciso Romero, alias “El Curro”, fue declarado reo de lesa traición a la fiesta del plebiscito”. Zabala y Vidal eran “curristas” y hasta el prudente José Antonio Donaire le apodó “Curro Camelo”. Pero hubo un apunte irónico por parte de Jorge Laverón: “Que en esta feria de pegapases salga un torero como Curro que no pega ni uno solo, me parece admirable: un oasis en medio de tanta vulgaridad”.
El caso es que Romero se mantuvo ocho años más en activo, hasta el 22 de octubre del año 2000, fin del siglo XX, después de más de cuarenta años de actividad y alrededor de 900 corridas. No era hombre de torear todas las tardes. “Eso no es torear; eso es trabajar”. La despedida tuvo lugar, tras la fallida Feria de San Miguel, en La Algaba, en un festival mano a mano con Morante de la Puebla, torero más completo que Curro y Paula, puede que menos genial. Los dos, el de La Puebla y el de Camas, habían tenido sus diferencias con el hijo de Canorea, Eduardo, y Romero se malició que las cosas no iban a marchar como con el reciente difunto Diodoro y sin Sevilla, pese al fervor no evaporado de los madrileños por escándalos e ignorancias, el porvenir se predecía nublo del todo. No fue el miedo, no.
Aquel mismo año 2000, el 18 de diciembre, en Salamanca, José Tomás se negó a matar al segundo toro de Pedro y Verónica Gutiérrez, y al año siguiente, en Madrid, el 1 de junio, oyó los tres avisos en el quinto toro de Adolfo Martín. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.
Hablo de toreros porque desde Zaragoza no puedo hablar de otra cosa. Estamos en el limbo empresarial.

BENJAMÍN BENTURA REMACHA          

martes, 5 de febrero de 2013

SOBREROS Y PRESERVATIVOS

Hace muchos años leí que esta España nuestra era fiel reflejo de la Tauromaquia. O al revés. Creo que fue Ortega y Gasset el que lo decía y me parece buen aval porque don José era un hombre muchas veces ausente para pensar. Con cincuenta años de retraso llega a nuestra política el tema de los sobres cuando en el toro eran de tráfico continuo hace décadas. Yo tenía conciencia del tema y, para intentar remediarlo, no se me ocurrió mayor osadía que fundar una revista en tiempos en los que “Digame”, la Iglesia, y “El Ruedo”, el Movimiento, no querían más competencia. Jiménez Quílez, Director General de Prensa por aquel entonces y socio de mi padre en la fundación de la revista “Meridiano”, trato de convencerme de la inutilidad del reto y me aconsejó que siguiera por otros caminos mi afán periodístico. Insistí: quería escribir de toros y mis esporádicas colaboraciones en “El Ruedo” se iban espaciando cada vez más porque había que hacerle hueco a periodistas maduros y prestigiosos como, buen ejemplo, Antonio Abad Ojuel, que se encargó de cubrir la crítica de los festejos de Carabanchel, la que yo hacía desde el principio de mis colaboraciones con la mejor y más gráfica revista taurina fundada por Manuel Fernández Cuesta. No encontraba otro medio de comunicación, me lié la manta en la cabeza y fundé “Fiesta Española” en 1961, cuando todavía no había cumplido mis 30 años y con la idea fija de combatir el sobre que, después del sorteo, repartían los mozos de espadas entre los representantes de los medios de comunicación escritos o hablados, de España y América. A los receptores se les llamaba “sobreros” o “sobrecogedores” y, como es natural, nadie firmaba su recibo porque no sabían la cantidad de pesetas que contenían los “ansiados” sobrecillos. Hubo alguno que, al comprobarla, se la devolvió al mozo de espadas con un rotundo “este no es mi dinero”. Es célebre la respuesta de un torero que alguien identificó con Pepe Luis: “Tiene razón, es el mío”. Y se lo guardo en el bolsillo de su chaqueta.

Después de una larga campaña, a mi padre, “Barico”, se le ocurrió escribir un artículo en FIESTA en el que justificaba la postura de los que cogían el sobre. La culpa era de las empresas periodísticas que exigían un precio por el espacio taurino. Una anécdota de Paco Camino en la recepción de “Los Populares de “Pueblo”” vino a corroborar lo que se comentaba en todos los ambientes taurinos: escribir o hablar de toros costaba dinero a los pobrecicos escribidores o habladores. Los grandes tenían sus conciertos anuales y sólo algunos privilegiados recibían los correspondientes salarios por su trabajo. El artículo causó su impacto y hubo un comentarista que hacía crónicas como actas notariales que se dio de baja en su suscripción de “Fiesta Española”. Era doloroso el asunto, pero, al menos, entonces, salvo “La Vanguardia Española” que únicamente publicaba las crónicas de las corridas de Barcelona, en todos los medios nacionales se podían leer o escuchar noticias u opiniones taurinas. Pasados los años, hoy, el tema, sin sobres, ha desaparecido de todo el ámbito nacional y sólo se habla de los toreros en caso de cornada, divorcio, accidente, desfile de moda o visita de la Benemérita para confiscarle al diestro alguna jirafa disecada. A veces pienso que sería mejor volver a la época del sobre porque, en estos momentos, casi nadie vive de escribir de toros.

Puesto a pensar, he llegado a la extraña conclusión de que algo de culpa de la decadencia de nuestra fiesta la tiene el doctor Fleming puesto que su descubrimiento aminoró el sufrimiento de los toreros lesionados que temían casi más a las curas de sus heridas que a la propia cornada. ¿Cuántas cornadas no han sido mortales gracias a la penicilina? La de Aguascalientes, por ejemplo, con el canto correspondiente a José Tomás por su regreso inminente a esa plaza. Yo recuerdo la cornada en el vientre que sufrió Antonio Bienvenida en Barcelona al ejecutar el pase cambiado a muleta plegada. Cuando reapareció en la Ciudad Condal volvió al mismo sitio para intentar otra vez idéntico muletazo. Esa emoción es imprescindible para la fiesta y la garantía del avance quirúrgico o farmacológico no debe menoscabar la importancia del riesgo de ser torero.

Otro tema de rabiosa y multiplicada actualidad es el del derrumbamiento de la proyectada cubierta de Las Ventas y el placer manifestado por algunos ante semejante desastre. ¿Es perjudicial para la propia fiesta que los cosos taurinos se puedan dedicar en cualquier estación del año a otros menesteres que produzcan beneficios a sus propietarios? Recuerdo los años en que iba a la plaza a ver luchar a Lambán contra Brossatti, a oír a cantantes multitudinarios como Serrat y su “Cristo de los Gitanos”, contemplar el baloncesto de la “Demencia” en Carabanchel, o competiciones de tenis o fútbol sala, kermes o vetustas mojigangas. No pasa nada. No se esfuman los perfumes de toro bravo y más toro. Vuelven el toro y el torero y vuelve la magia. Tengo como en nebulosa el recuerdo de que en Nimes se colocaba una cubierta hinchable en el difícil e irregular Coliseo Romano y se celebraban novilladas con una capacidad para seis mil espectadores, pero la primera gran cubierta sobre un edificio antiguo fue la de Zaragoza. Me interesa aclarar cuanto antes que, siendo verdad lo que González Abad dice en el suplemento de Aragón de ABC, no es toda la verdad. Ni siquiera la más importante. Vicente Zabala apoyó la cubierta mientras que M.M. (El Fenicio) la calificaba de preservativo, que en su primera acepción quiere decir que tiene virtud o eficacia de preservar, si bien algunos a lo del cubrimiento le llamaban cubrición y entonces sería lógico acatar la segunda acepción en la que se afirma que el preservativo es la funda elástica que evita la fecundación o el contagio de enfermedades conocidas por vergonzantes. Es cierto. Arturo Beltrán le echó valor y osadía a la costosa empresa, pero el primer impulso vino de Madrid y por parte del arquitecto cubano Bernardo Díez, excombatiente de la Bahía de Cochinos, aspirante a las glorias taurinas en su amistad con Manuel Benítez y autor de la primera maqueta para cubrir la plaza de Zaragoza. Me llamó a Madrid para que contemplara su proyecto y se lo diera a conocer a la Diputación de Zaragoza, propietaria de la plaza, y a Arturo Beltrán, a la sazón empresario del coso de don Ramón Pignatelli. Era una cubierta de madera con grandes ventanales que armonizaba con el viejo edificio en periodo de recuperación por los largos años de abandono desde que la plaza fue ampliada al rebufo del enfrentamiento de la pareja Herrerín y Ballesteros, los dos novilleros y ambos fallecidos antes de la inauguración del coso con su preciosa fachada neomudéjar, obra del arquitecto Félix Navarro. Yo entré como funcionario en la Diputación en 1979 y mi cometido como jefe del servicio de la Plaza de Toros fue impulsar la recuperación de la fachada que desde 1918 no se había saneado. Paso a paso se siguieron nuevas tareas de restauración que se prolongaron hasta tiempos recientes y lograron que el vetusto edificio se convirtiera en uno de los más bellos coliseos dedicados a la fiesta de los toros en España. Pasillos, tendidos, cuadras, servicios, corrales, enfermería, casa del conserje y del corralero, desolladero, capilla, taquillas, verjas en los soportales sucios y promiscuos, supresión de los anuncios en las barandillas de gradas y andanadas y cambio del paseíllo para que los picadores no tuvieran que salir a la calle para incorporarse al desfile. Todo eso lo he viví directamente en los diecisiete años en los que estuve en la Corporación Provincial como técnico superior y asesorando a dos grandes personas y, al final, amigos, Ángel Esteban Enguita y Eduardo Aguirre, diputados delegados del coso de Pignatelli ya desaparecidos. Me correspondían otros edificios como Veruela, Palacio de Sástago o Cerámica de Muel, pero comprenderá quien me conozca que mi ojo derecho era la Plaza de Toros. Nada digo ahora de los problemas de funcionamiento de la Plaza y de sus arrendamientos, cuestión que se inició harto dificultosa y en la que hubo que superar situaciones extremas.

Pero estaba en Madrid con el arquitecto Bernardo Díaz y su maqueta de madera. Vino a Zaragoza se la presentó a Arturo Beltrán, este convocó con La Diputación Provincial un concurso de maquetas y, al final, se aprobó la que en apariencia era una rueda de bicicleta gigantesca en la que tenían que participar ingenieros alemanes de Munich y arquitectos de la Diputación. Fundamental el arquitecto José María Valero que reforzó la obra de 1918 y rodeó el edificio de una corona de hierro rellena de hormigón, donde iban los anclajes del mecano de sirgas y soportes que fijaban la parte permanente de la cubierta y hacía posible la apertura y cierre de la parte central. No hubo que subsanar nada porque cuando se dio una corrida en la que actuaba Raúl Zorita y se inundó el ruedo, todavía no estaba instalado el sistema de desagüe de la amplia cubierta de teflón que recogía toda la lluvia de la parte fija ni rematada la parte móvil del invento. Varios arquitectos colaboraron en la transformación de la plaza desde Regino Borovio a Javier Navarro y Miguel Ángel Navarro, nieto del autor de la reforma del 16 al 18 del siglo XX, si bien en el asunto de la cubierta el que más intervino fue José María Valero, un especialista de la restauración con obras tan destacadas como el Palacio de Sástago, el Casino Mercantil, ambos en Zaragoza, y la Fonda de la Dolores en Calatayud y de modernas estructuras como la estación de Delicias de la capital aragonesa y, ante todo, coleccionista de tranvías en su dimensión natural, máquinas y vagones de tren. Valero se la jugó en la preparación del soporte para la obra de ingeniería de los alemanes de Munich y, pese a problemas y dificultades, triunfó. Otras muchas gentes, políticos, técnicos y obreros colaboraron en la realización total del ambicioso proyecto, incluidos los asuntos financieros de su costo y todo ello amparado por el buen juicio de Vicente Zabala, al que, tras su trágico destino, se le colmó de honores y ofrendas fomentadas por el director del “ABC verdadero”, compañero de aventuras políticas del Vicentón de los Bienvenida, que ya en su pupitre de madera grababa con su cortaplumas un “Vive le Roi Juan III” que sigue predicando el miembro de la Real Academia Española, fecundo cultivador de adjetivos y oximorones (la música callada, la nieve ardiente y el fuego helado de Las Bardenas Reales entre Ejea de los Caballeros y Tudela) cuando no le amenazan las navajas cachicuernas. Vamos, en conclusión, que pese a la placa en su memoria y reconocimiento, no fue Vicente Zabala el único que apoyó y llevó a buen fin la cubierta del coso de don Ramón Pignatelli. Hubo otras personas y más directamente implicadas y comprometidas que, hasta ahora, no han recibido el honor de su reconocimiento. A la de Zaragoza siguieron otras cubiertas, la consolidada de Pontevedra entre las positivas sobre viejos edificios, algún proyecto fallido (Jaén, creo) y otras en nuevas construcciones que no sé si, a la postre, han resultado beneficiosos para la fiesta: La Coruña, San Sebastián, Logroño, Carabanchel (otro empeño de Arturo Beltrán), Leganés… José Ortega Gómez quiso ampliar horizontes en Sevilla y fracasó en los años 20 del siglo pasado. Antes las salas cinematográficas eran amplios recintos; ahora, pequeños cuartos de estar. Y, sin embargo, se llenan los espacios monumentales para ver a un señor “pinchadiscos” y, tontamente, se produce la tragedia. En Las Ventas, en su especie de alud de plástico, solo se truncó un ilusionado proyecto. Menos mal. Puede que con el asesoramiento del arquitecto Valero no hubiera ocurrido lo mismo. Falló la base, la técnica, el cinturón de seguridad. Póngaselo si no quiere tener un disgusto o pagar una sanción.