lunes, 22 de diciembre de 2014

CAJÓN DE SASTRE


Estamos en días de lo más propicios para hacer balance. No hace mucho, me invitó el Ateneo zaragozano a hablar de la plaza de toros de Zaragoza, que en este año que termina ha cumplido 250 años. Y, aunque son muchos años, la plaza de don Ramón Pignatelli los ha cumplido a lo Sofía Loren, espectacular, bellísima, encantadora, seductora. Digo, he dicho y repito, que la propietaria de coso con tanta solera como el que más y mejores prestaciones que ninguno, incluidos Sevilla, coetáneo, y Madrid, el de Las Ventas del Espíritu Santo, al que le faltan unos años para ser centenario, duro como la piedra y metido en el vicio del alterne social y la censura inmisericorde, tiene, debe, que lucir, pasear y enseñar ese maravilloso templo a Tauro, al que se le hizo intervención estética entre los años 16 y 18 del siglo XX y al que se ha mimado, adecentado y reparado a conciencia durante los últimos treinta y cinco años. Ahí está el marco para poner el cuadro. Y la Diputación de Zaragoza tiene obra importante en su antigua Maternidad (¿qué pintarán ahí algunos óleos, dibujos, esculturas o recuerdos toreros?) o en su caja fuerte. Los encantos hay que mostrarlos al público. Propondría, además, sesiones de cine (ya hubo en otros tiempos cabina de proyección), teatro o zarzuela, mojigangas, circo, muestras deportivas, gastronómicas o zoológicas, todo lo que sea menos tener en bata y con rulos en la cocina o al calor del brasero de picón (“la piconera” de don Julio Romero de Torres) a la preciosa dama del canónigo don Ramón Pignatelli, que, según me dicen, era mejor persona que cura. ¡Y todo lo que hizo por Zaragoza y los zaragozanos!
En mi charla ateneísta recordé a Paco Camino, el torero de Camas que ha confesado en alguna ocasión que su plaza favorita es la de Zaragoza y apunté aquella noche de agosto en la que actuó sin caballos acompañado por Marino Tirapo (en el Cossío le llaman Mariano Tirapu), nacido en la indescriptible villa de Uncastillo y apodado “Chiquito de Aragón”, con el cartel de “No hay billetes” y tres orejas para el torero sevillano. El capote de paseo que lució aquella noche Paco Camino estaba en el mesón “Campo del Toro”, que ha cerrado sus puertas el mes pasado después de más de 30 años de culto a la convivencia taurina. Con “El Niño Sabio de Camas” de la mano de Vicente, el primo de los Vega de Triana, a don Luis Baquedano, el empresario, se le caía la baba y don Pablo Chopera, el de “la boinita sabia”, lanzaba el anzuelo para lograr su apoderamiento. Paco Camino era el perfecto modelo para lucir el traje de luces. Proporcionado, armónico, rostro juvenil, sonrisa pícara, mirada limpia, acorde en sus movimientos, profundo en la consumación de lances y muletazos, sublime por la izquierda y poderoso con la derecha. El natural en lo alto del monumento al toreo, la chicuelina en el pedestal y la imagen en bronce de la ejecución de la estocada. Y para todo esto, la casta de Santa Coloma. Ese era, para mí, Paco Camino. Paralelamente, me viene al recuerdo el nombre de Rafael Ortega, el de la Isla de San Fernando. ¿Qué hubiera sido este diestro con la figura de Camino? Se dice que el torero tiene que serlo y, además, parecerlo. Y entonces me viene a la memoria la estampa dramática, creo que de Baldomero, con Belmonte andando a zancadas por el ruedo, la muleta en la mano izquierda y la espada a modo de bastón en la derecha. El milagro de la transfiguración que se ha dado en algunas ocasiones y permítaseme poner como ejemplos antonómicos al asténico Manolete o al vigoroso Curro Romero. Luis Miguel, demasiado alto; Pepe Luis, bajito; Antonio Bienvenida, rechonchillo. De todos ellos me confieso rendido admirador porque pretendo ser buen aficionado y siempre he predicado que no lo pueden ser los autoproclamados fans de tal o cual torero. Los fans taurinos son como los ultras del fútbol y, a veces, también llegan a las manos. En la reciente lista de los cien españoles más elegantes figuran tres toreros, dos retirados, Curro Romero y Miguel Báez “Litri IV”, y un torero en activo, José Antonio Morante, el de la Puebla del Río, pañoleta de lana, traje bordado a fondo, pelambrera en el cogote, patillas profusas y caliqueño entre los dedos, que tiene como modelo a “Paquiro”, que, curiosamente, se llamaba Francisco de Paula, como se anunciaba el jerezano Rafael Soto, el hijo de la Paula, y, a modo de soporte morantino, la silla de “El Gallo”. El José Antonio de La Puebla se fija mucho, como la lechuza de Minerva, símbolo de la inteligencia y la sabiduría. Oiga, querido lector, Camino, Ortega,“El Gallo”, Romero, Paula y Morante. ¿Hay quién dé más?
Y otro que rebosa sabiduría, Antonio Purroy, que el otro día abogaba en el portal de don Juan Lamarca por la hermandad de las tauromaquias, la clásica y la popular. Sin entrar en averiguaciones sobre quién fue primero, el huevo o la gallina, creo que podrían ser complementarias si ninguna de las dos perdiera sus esencias. La tauromaquia clásica se basa en la integridad del toro y la capacidad artística del hombre de engañarlo sin engañar al público. En esta categoría clásica también hay que tener en cuenta al toreo de a caballo que ahora convive con el de a pie en plano de igualdad, lo que no ocurría antes del siglo XVIII.  La tauromaquia popular es la  que nace espontáneamente entre la gente del pueblo. Organizarla, reglamentarla, explotarla y programarla es desvirtuar todos sus fundamentos y convertirla en un espectáculo más que, a mi entender, pierde a pasos agigantados el fervor popular que despertó no hace muchos años. Los forcados en Portugal, los toros ensogados de las islas Azores, las carreras de toros en Bali, las vacas reinas de Suiza, los rodeos de Estados Unidos, los toros de fuego históricos y actuales, los ensogados de España en la procesión de Pina de Ebro y en las calles del Levante, los recortes, quiebros, saltos y remates de Aragón, Las Landas o La Camarga francesas y las muy especiales ceremonias de Medinaceli o “el toro de la Vega” de Tordesillas. Mucha riqueza, ancestral, atávica o remota. Y cada una por su sitio. Y Dios con todos.

Como se trata de un a modo de “cajón de sastre” en el que los “tailors” guardaban los retales de sobra, se me permitirá que remate el mío con mi agradecimiento y buenos deseos navideños para todos lo que tuvieran el detalle, la paciencia y el favor de leerme. Al menos me reconocerán que hablo preferentemente de toros y de toreros. La política se la dejo para otros más osados, preparados y solventes. Con coleta o con la cabeza afeitada.