lunes, 16 de mayo de 2011

LAS ESCALERAS DEL NUEVO MADRID

Hacía muchos años que no iba a Madrid en coche. Me asustaba el no poder aparcarlo cerca de nuestra casa y padecerlo como una impertinente rémora con la que no podía acudir a ninguna cita con la rapidez y eficacia del Metropolitano que fundara don Alfonso XIII. Y, además, tenía que aguantar le tesis de mi esposa que no confiaba en mis veteranas cualidades de incansable conductor. Fueron circunstancias familiares las que me aconsejaron volver a las viejas costumbres y enfilar la carretera desde Zaragoza por La Almunia y Calatayud, el desfiladero de Medinaceli, las frías tierras de Alcolea del Pinar con su casita de piedra, las llanuras de La Alcarria con Sigüenza y su Doncel a la derecha y Brihuega a su izquierda, el castillo de Torija, las superpobladas Guadalajara, Alcalá de Henares, Torrejón de Ardoz y los toboganes del Jarama y los aledaños de la en otros tiempos taurina Barajas de Rafael Llorente, matador de toros de manos de don Manuel Rodríguez y nieto de ganadero de reses bravas. Como taurinas eran las orillas del río en los tiempos de Goya, la Venta del Batán del siglo XVIII, en cuyos cercados pastaron toros de don Diego Bentura, padre de mi tatarabuelo. Mi nieto se llama también Diego Bentura y, a sus tres años, muestra una afición francamente descriptible. Luego contaré algo sobre ella. Pero antes tengo que confesar el suplicio tártaro que representa ir en fila india motorizada de Zaragoza a La Almunia y luego, en caravana atortugada, casi desde Guadalajara a Madrid. Es sumar una hora más a las tres previstas para el trayecto del Pilar a Las Ventas del Espíritu Santo. No tenía otro remedio y, pese a todos los inconvenientes señalados, el viaje fue perfecto y no resultó dañado mi prestigio de buen conductor.
Hacía también mucho tiempo que no asistía a una corrida en Madrid. Desde que en la Patio del Desolladero salía humo de habano por una ventana que era la de la oficina en la que sentaba sus reales Manolo Cano. Manolo fue guardia civil de tráfico, apoderado de su pariente Manolo Cano “El Pireo”, de Curro Romero, el hijo de Pepe Luis y algunos otros, pero destacó especialmente como gestor empresarial. A los Lozano les sacó de un apuro en Zaragoza cuando acudió a descifrar lo que el definía como “la pata de un romano”, “esto está más liado que la pata de un romano”, de esos que salían en las antiguas procesiones de Semana Santa. Ahora, junto a la ventana de Manolo Cano han colocado una cabina de control que supongo yo que purga eficazmente las visitas no deseadas.
El sábado, 7 de mayo, había corrida en Las Ventas, pero yo no podía asistir a ella. Sin embargo cogí a mis nietos y a la hora de empezar el festejo nos dimos un paseo por los alrededores. Le enseñé a Diego los toros de bronce que emergen del horizonte de mármol. Le gustaron pero él quería ver los de dentro. Pasamos junto a lo que en otros tiempos llamábamos la “Escalera del Nuevo Madrid”. Allí, a mediados del siglo pasado, nos reuníamos mi padre, sus amigos del “Gato Negro”, Alfredo Marqueríe, el padre de Agustín Redondela, Paco Ugalde, de Tarazona de Aragón, el caricaturista más genial que publicaba sus dibujos en ABC y que cobraba por colaboración y no por nómina, Joaquín Roa, el Fray Campana de “Marcelino Pan y Vino” o el pregonero de “Bienvenido Mister Marsall”, Sendín Galiana, Sarachaga, Bernal y otros muchos apoderados. Luego ese lugar se trasladó a la puerta del Desolladero puesto que se franqueó su entrada para que la gente accediera a la plaza por ahí y se creara un ambiente especial que en aquellos tiempos estaba en el ambigú del 9. Todo ha cambiado muchísimo, aunque hay una base inamovible y las mismas almohadillas que hace unos cuantos años, cuando en otras plazas se cambiaron por las “voladoras” que no hacen daño a los espectadores de las barreras. También es cierto que cuestan 30 céntimos de euro menos que las de Zaragoza. Seguimos la vuelta entre puestos de chucherías y casetas de la reventa. Vimos el homenaje no sangriento al angelical Yiyo y el paseo a hombros de Antonio Bienvenida. Con este grupo me ocurrió algo muy curioso en mis tiempos de periodista madrileño pese a mi origen aragonés. Yo vivía en la calle Colomer, junto a la Avenida de los Toreros y paseaba por la calle de Alcalá, entre la plaza de Manuel Becerra y la de Las Ventas, cuando vi que bajaba en esa dirección un “isocarro” con el amplio grupo escultórico sobre su feble caja de transporte. “Tate”, me dije,” si el grupo estuviera fundido en bronce esa moto no podría transportarlo”. Luego se aclaró que para la inauguración se había preparado una escultura en material resinoso y que, posteriormente, se fundiría el monumento definitivo. A Diego le gustó el paseo, pero insistía en ver los toros que había dentro de la plaza. Su abuela, mi señora, tuvo la feliz ocurrencia el día que le llevamos a una corrida de decirle que los toros no se morían en el ruedo, que se dormían, se los llevaban las mulillas, los despertaban y luego volvían al campo a recuperarse con buenas hierbas, algún bocadillo de habas o alfalfa y la compañía de alegres y juguetonas vacas a la sombra de las generosas encinas.
Al día siguiente, domingo, fui a ver la corrida de Hernández Plá, lo de santacoloma de Buendía y San Martín en manos de otra sociedad. No tengo mucha confianza en que las S. A. sean buenas criadoras de toros bravos. Tampoco la mayoría de los matadores de toros del prestigio de Pepe Luis o Domingo Ortega, por ejemplo. La corrida, al menos, fue breve y por treinta y tantos euros estuve en el tendido 9, antes el tendido de los selectos, en donde María Luisa, hace muchos años, colocaba docenas de “azulinas” en los ojales de las bien cortadas chaquetas. Hoy había delante de mí una pareja comiendo pipas de girasol. ¡Cómo cambian los tiempos! No vi a muchos amigos, a Miguel Flores que se cuida como si fuera a torear, siempre atento a las vicisitudes de un torero de clase, ahora Alfonso Romero, a “El Puno”, a Juán Lamarca que no para de organizar actos taurinos, a Lola Navarro, la concejala de la Arganzuela que pone la Casa del Reloj del antiguo Matadero a disposición de todos los actos taurinos que necesiten su cobijo, a Lázaro Carmona, que apodera a Eduardo Gallo, uno de los salmantinos actuantes y al vendedor libros taurinos que antes se colocaba en el Desolladero al olor de la carne recién colgada y ahora está al cobijo del tendido 10,y al que saludé y no pudo atenderme porque estaba pendiente de los compradores. Y me encontré con mi amigo del alma, Gonzalo Sánchez Conde, más conocido por “Gonzalito”, con los bolsillos llenos de papeles, sobre todo propagandas de su “Popeye Torero y sus enanitos”. Hay cosas mejores que antes. Se aprovechan mucho más los bajos de los tendidos, el Aula de Cultura, los servicios que antes se concentraban a la entrada del tendido 2, los bares, las tiendas de ventas de recuerdos y otros eventos. Los alguaciles siguen marcando la índole del festejo y van cada uno por su lado de la barrera cuando se trata de una corrida de toros. Miguel Flores me comentó que un amigo se le quejaba porque se le iban casando todas las novias que había tenido. “Pues tienes más suerte que yo: a mí se me van muriendo”. También tuve yo la impresión de que se me han muerto muchos amigos con los que he convivido tantos años en Las Ventas del Espíritu Santo: Jesús Rodríguez “El Chato”, en la línea de otro gran fotógrafo, Pepe Arjona, mi compadre Fernando Sánchez Murillo, de Cabra, cuñado de “Tito de San Bernardo” y yerno de “El Aguardentero”, Manolo Escudero, don Livinio y su “alter ego” don José María Jardón, que te llamaba a la oficina de la calle de la Victoria, te daba un caramelo y te decía “la cosa está muy mal y no hay más para sobornar a los periodistas”, Rafael Sánchez “Pipo” en su etapa de “viejo león dormido”, “Curro Fetén”, cordobés de Priego y nacido a la crítica en Barcelona, Pepe Puente, que vivía cerca de la calle Colomer y se inició como ilustrador en “Fiesta Española” con retratos de toreros y luego fue emperador de la plaza de Santa Ana, Gonzalo Carvajal, que por sus crónicas sabías que libro estaba leyendo, Jesús Bernal, un ilustrador fabuloso que comandaba el equipo torero de “La Actualidad Española” y tantos otros más que se amontonan en mi ya frágil memoria. Desde aquel rincón del acceso al “Nuevo Madrid” ¿cuántas veces contemplamos como aficionados a los que les corría el vicio por las venas escalaban la fachada mudéjar a la plaza para colarse en un tendido alto si había suerte y no te esperaba uno de los grises al final de la escalada?
El domingo, ya con mi nieto camino de Zaragoza, fui, como ya he dicho, a la corrida de toros con los tres salmantinos en el cartel, López Chaves, Javier Castaño y Eduardo Gallo, y los buendía de Hernández Plá. No pasó nada. Sólo que el festejo fue corto, hora y tres cuartos, y yo rumié para mis adentros la gran bola de mis recuerdos. Más de cuarenta años sentado en el granito de la Monumental madrileña. A mi lado, Curro Meloja, el general Millán Astray y la hermana de Antonio Chenel, la esposa de Parejo. En los corrales, un perro mejor aficionado que los del 7 y que se llamaba Fortuna y un caballo muy viejo al que le apodaban “El Marqués” y la colocaban un canotier sobre las orejas y yo sé por qué. ¡Qué cosas me vienen a la memoria!

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