No tengo más documentos gráfico sobre la elegancia de Francisco Montes “Paquiro” que el hermoso retrato que pintó en 1836 el valenciano Antonio Cavanna y litografiaron Palmaroli y Laujol . Un rostro serio y sereno, boca fruncida, amplias patillas en hacha, moño profuso más que recogida coleta y montera alta y moñuda que parece descansar sobre un gorro de satén nergro, camisa blanca con volante encañonado, chaquetón o capote sobre el hombro izquierdo, el brazo doblado y la mano del mismo lado que sostiene entre los dedos índice y corazón un cigarro encendido, la chaquetilla de cuello alto bordada en plata sobre seda azul oscuro, hombreras con flecos y un amplio macho que cae junto al pañuelo blanco que sobresale del bolsillo, pañoleta al estilo de las que usa en la actualidad Morante, faja de la misma tela y el mismo color marrón y la mano derecha apoyada en el bordado de la apuntada taleguilla. Ha cambiado mucho la imagen del torero desde el triunvirato fundador de Romero, Costillares y Pepe-Hillo, que ocultaban la poblada cabellera en las redecillas estampadas y se tocaban con sombreros de distinta índole, monteras variadas con barbuquejo, hasta llegar a Cayetano Sanz, que, menos barroco que Paquiro pero más cortesano, es un ejemplo de distinción en el vestir. Lo que no hay constancia visual es en el vestir de calle de estos famosos diestros, pero sí se ha prodigado la idea de que a los toreros se les distinguía hasta en su deambular cotidiano, cosa que se le censuró fuertemente a don Juan Belmonte.
Pero en realidad hubo un antecesor del “Terremoto” que rompió con todas las tradiciones. Fue don Luis Mazzantini el que se atrevió hasta a vestirse de frac, cubrirse con chistera de cien reflejos y pasear su oronda figura como gobernador de Guadalajara, si bien mucho antes ya se enfundaba en ternos veraniegos al estilo de los veraneantes de San Sebastián o la Costa Azul de los primeros años del siglo XX. Era un fracasado barítono italiano metido a torero porque de factor del ferrocarril no se haría rico en su vida. Luego, al final de sus días, las cosas no le fueron lo boyantes que prometían tanta grandeza. El caso de Juan Belmonte fue completamente distinto. No era un hombre arrogante ni un adonis mitológico, era un muchacho enclenque de largos brazos y piernas febles que no le permitían saltar la barrera, por lo que se impusieron los burladeros que antes de él eran aleatorios. En algunas ocasiones, ante protestas por el uso y abuso de los capoteadores al recabar la atención de los cornúpetos y provocar despuntes o roturas de pitones o cuernos enteros, yo he propuesto la colocación de los burladeros por la parte interior de la barrera y dejar como única salida la tronera correspondiente. Como casi todas las propuestas, esta tampoco ha sido admitida aunque fuera solo para ensayo. Belmonte, en realidad, se entrenaba para quedarse quieto y su personalidad indiscutible se agigantaba ante el dramatismo de sus menguadas fuerzas y su valentía de romper costumbres y mitos. Le gustaba la lectura y las convalecencias largas y dolorosas (la penicilina mitigó años después dolores y peligros, San Fleming) las sobrellevaba con horas y horas de Maupassant, Alarcón, Ayala, Valle Inclán, Palacio Valdés, Pérez Galdós y Benavente, solo vestía el traje corto en el campo, su cubría la testa con sombreros flexibles con las alas hacia abajo y vestía trajes de corte inglés y abrigos con trabilla en la espalda. Le gustaba el teatro y las tertulias con intelectuales en las que, entre cortos tartamudeos, sentenciaba con ingenio y autoridad. En lo del ingenio competía con Rafael el Gallo y ambos estaban en contraposición con el rectilíneo “Joselito”. Pero ni José ni Juan eran gitanos. Rafael, sí, y hablaba y toreaba, vestía y andaba como gitano. Al Guerra lo dejamos en su corte cordobesa y en su contraste con “Lagartijo”. Pero ya desde los años veinte los toreros evolucionaron drásticamente y mucho más en la postguerra. Victoriano de la Serna, estudiante de Medicina, Manolo Martín Vázquez, encantador, Mario Cabré que pasó modelos de caballero y era imagen de un fabricante de telas, el misterioso Albaicín, Luis Miguel, innovador, Manolete y su noche de “Lhardy” y Domingo Ortega que actuó en un festival de Madrid con chaqueta sport con aberturas en la espalda. Hoy lo hace Castella y hay algunos que le lanzan el anatema. El hábito no hace al monje. Pero, en el espectáculo, es importante el terno del artista. Hace unos días, en Madrid, en la corrida goyesca, Luis Carlos Aranda puso un buen par deslucido por un terno de color verde bordado en azabache. Las corridas goyescas tienen este problema. Pero en esta ocasión, el diestro Morenito de Aranda lució un terno azul cielo bordado en plata que destaca sobre todos los que hemos visto a lo largo de los años, desde 1927, entre los muchos y variados que se han paseado por los ruedos españoles. Enrique Ponce también lució un precioso traje en Antequera y recuerdo algunos más, goyescos o no, por parte de Curro Romero, en terciopelo grana, Paco Camino, proporción y buen garbo, Morante con reflejos viejos o el moderno Manzanares. Su padre estuvo en pecado mientras vistió un terno de color butano y “Jesulín” se condenó él solo con uno de color amarillo. Luis Miguel, en su reaparición y con la disculpa de mayor comodidad, se amparó en un diseño del poeta Alberti y usó trajes de seda con bordados muy ligeros y amplitud de chaquetillas livianas. En esa línea, pero de más burdo bordado, Juan José Padilla ha usado trajes de mal gusto en lo referente al diseño y los colores y parece que ahora ha rectificado totalmente. John Fulton dibujó bandas con inspiración en los frisos griegos y Fermín realizó durante algunos años esos trajes que vistieron muchos diestros, sin que llegaran a desaparecer los de cuajados y clásicos bordados, que son base y continuidad del traje de luces.
La primera corrida de toros goyesca de la Historia se celebró en Zaragoza el 12 de mayo de 1927. Al año siguiente se iba a celebrar el centenario del nacimiento de don Francisco Goya y la ciudad de Zaragoza organizó toda una serie de acontecimientos que recordaran tan gloriosa efeméride. El cartel de toreros lo encabezaba Rafael “El Gallo”, que vestía de rojo, Pablo Lalanda, de azul, y Nicanor Villalta, de amarillo. Simao da Viega, a la portuguesa, y Vicente Peris como sobresaliente. Los toros de Vicente Martínez, el famoso ganadero de Colmenar Viejo, favorito de “Joselito” (los siete toros de Martínez) y antepasado de Fernández Salcedo, biógrafo del semental “Diano”. Caos circulatorio en los alrededores de la plaza de Pignatelli y una oreja para Pablo Lalanda. El Gallo protestó lo suyo por el vestido que le hizo el sastre Uriarte y hasta aseguró que aquello “era vestirse de mamarracho” (alguien ha afirmado que algo parecido manifestó “Antoñete” en circunstancia similar) y le convencieron con buenas razones y el apoyo de don Ignacio Zuloaga, que proyectó la parafernalia del espectáculo. El precio de un tendido de sombra fue de 12 pesetas. Luego vinieron unas cuantas corridas más, entre ellas las que Bellas Artes organizaba en Madrid y que contaron con la colaboración de la Duquesa de Alba y de Carmen Sevilla, distinguidas y bellas amazonas.
Siempre me ha sorprendido el tremendo contraste que hay entre los caballeros rejoneadores portugueses y los españoles. Aquellos con brillantes y espectaculares casacas a la Federica y los españoles en traje de faena conocido como corto o campero con el aditamento rural de los zahones que acentúan el significado campestre de esta indumentaria. Y Pablo Hermoso de Mendoza, que ha roto con tanta mala normativa del toreo de a caballo dictada en tiempos “apoteósicos” no lejanos, ha vestido en sus últimas actuaciones mexicanas casacas bordadas y chalecos con botonaduras de plata que dan más brillo y elegancia al supremo arte de torear a caballo. Un punto más a favor del de Estella. Hace unos años, Alvaro Domcq hijo también lució algunas chaquetillas bordadas y se tocó con sombrero de catite o calañés de alta copa, sobre todo a partir del espectáculo del “baile de los caballos andaluces” que compartió con otro jinete excepcional, Manuel Vidrié. ¿Por qué, casi siempre, al torero artista le acompaña el gusto en el vestir? Porque, al final, esto es un espectáculo predominantemente artístico.
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