Al hablar de Madrid, del que hablo muchas veces por poderosas razones, por Madrid mismo y por mi larga estancia en la capital de España, me olvidé de contar que fui a ver la exposición de Chagal en el Museo Thyssen, al que llegué después de tomar un autobús hasta la Cibeles, bajarme junto a la verja del Ministerio de la Guerra, atravesar la concurrida calle de Alcalá y emprender la cuesta abajo por el Paseo del Prado, a la vera de las pétreas y cercadas paredes del Banco de España. Al otro lado de la repleta calzada, preciosos y monumentales árboles, a cuya sombra permanece la Fuente de Apolo o de Las Cuatro Estaciones. Y se me ocurrió pensar en que, si me dieran a elegir, antes derribaría el tremendo edificio de los arquitectos Adaro y Sainz de Lastra que talaría los imponentes y fornidos árboles. Me ofrecí mentalmente a encadenarme a uno de esos gigantescos vegetales junto a Tita Cervera, a la que yo casé con un torero malagueño del mismo nombre y apellido que el verdadero esposo, sin maliciar que, al final, sería el barón Thyssen el que reconociera y subsidiara al hijo nacido en este matrimonio efímero. Y, al final, resulta que el hijo está enfadado con su madre. Cosas.
Pero mi objetivo en el día de hoy es hablar de los muchos profetas con que cuenta la Fiesta de los Toros y examinar si alguno puede acertar las causas de esas nuestras tribulaciones que se extienden por todos los aspectos de este espectáculo con aires de ceremonia religiosa en su concepción más amplia de sacrificio. Ahí están, a nuestra disposición, los hombres y los toros. Al lado de los hombres se ha puesto la Ciencia y muchos traumatismos que en otros tiempos hubieran resultado mortales, hoy se resuelven satisfactoriamente gracias a la cirugía y los derivados de la penicilina. Por eso, en la explanada de la Monumental madrileña, se mantiene el perenne brindis en bronce de un torero al doctor Fleming. Al toro solo le salva el indulto presidencial y el tratamiento veterinario para la cura de las heridas recibidas en la brava lucha. Brava lucha muchas veces contra los elementos, como la Armada Invencible que Felipe II mandó a las costas de Inglaterra. Don Felipe, tan católico él y, según dice Henry Kamen, poco aficionado a los toros como supuestamente la generalidad de los españoles, no acató la bula de Pío V y permitió la celebración de corridas de toros aunque no asistiera a ellas pese a que las patrocinara don Juan de Austria. Si bulas papales, prohibiciones reales, guerras y personalidades como Jovellanos y Unamuno, en su lejanía temporal e intelectual, no acabaron con la corrida ¿en qué se basan los actuales profetas para anunciar su inmediato final? En un reportaje publicado en “El Mundo” del pasado domingo, 3 de junio, se afirma que “expertos auguran el exterminio del toro si esto no cambia”. Podríamos decir lo mismo del cordero, el caballo o el burro, como en tiempos lejanos, cuando el general Primo de Rivera impuso el uso del peto. En aquellos días, los aficionados levantaron airados sus brazos al cielo y aseguraron que aquello del peto iba a acabar con la fiesta. Fue al contrario: gracias al peto la fiesta ha llegado hasta nuestros días, pese a que a mí se me haya metido en la cabeza lo del peto anatómico para devolver a la suerte de varas la emoción de otros tiempos, la valía de los picadores, la bravura y fuerza del toro y la destreza y conocimiento de los toreros de a pie. Eso es primordial y algo apunta en este sentido Ruiz Villasuso en el último número de “Aplausos” dentro de su riqueza verbal y su gongorina complicación intelectual. Para mí, este es el tema primordial para reivindicar la brillantez y emoción del espectáculo taurino porque hay buenos toreros con el capote, matadores y subalternos que interpretan con variedad la suerte de banderillas, excelentes muleteros y magníficos estoqueadores de toros. Otra cosa es lo que sucede en el ruedo de San Isidro porque los privilegiados no eligen las ganaderías que embisten, las cuatro de garantía – Torrestrella, Baltasar, Alcurrucén y Cuadri – no las mataron las figuras, los autodenominados buenos aficionados tienen la mente cuadriculada y solo admiten un vetusto clasicismo, se dictan normas y consignas para no dejar crecer al triunfador de otras plazas y paralos del Foro no hay otra cátedra en el Mundo que la granítica de Las Ventas del Espíritu Santo.
Dos ganaderos hablan en “El Mundo” de la ruina ganadera. Uno tiene cuatro hierros, dos de procedencia de Murube, uno de Vega Villar y otro de Santa Coloma, todos avecindados en tierras salmantinas y con don José Manuel Sánchez García Torres y doña Teresa Sánchez Majeroni (o Sánchez – Cobaleda) como titulares de la propiedad de dos de las ganaderías, y la de Santa Coloma bajo el nombre de “Terrubias” y la otra, de Murube, al de “Castillejo de Huebra”. Dicen del señor Sánchez García Torres que su ganado era el preferido de El Litri y Paco Camino y que ha sacrificado 600 reses de sus ganaderías. ¿De todas? Es muy complicado seguir tantas líneas de origen si, como dice la tradición, los toros se parecen al ganadero.
Pero el más explícito es don Mariano Cifuentes que no está en la Unión de Criadores de Toros de Lidia, pero que se erige en el conservador del encaste de Coquilla pese a las reivindicaciones de Sánchez Fabrés y Javier Sánchez Arjona. Don Mariano, que dice que gozaba de la predilección de Espartaco, Paquirri y Niño de la Capea pese a iniciarse en estas lides en 1982 por compra del ganado de José Matías Bernardos “Raboso”, es el que habla con más contundencia.
Matías Bernardos también optó, como Sánchez Arjona, por la línea emblemática de lo santacolomeño de Coquilla y la generalista de don Juan Pedro con “Aldeanueva” y su fama de hombre rústico y astuto le elevó a los altares de la popularidad con el sobrenombre de “Raboso”, no por contar con un apéndice de pelos deshilachados y sí por su listeza de zorro nocturno y cazador. Mariano Cifuentes, al que no conozco personalmente y a sus pupilos de Coquilla por una perversa novillada sin caballos lidiada en Zaragoza, no es tan rústico como Matías Bernardos y se prodiga en las explicaciones que le han llevado a sacrificar 566 reses en el matadero más cercano a su finca de “Encina Hermosa”.
- ¿El futuro? No hay futuro, hay ruina. A la Fiesta le quedan cinco o seis años, ni uno más.
- ¿Sugiere que podría ser el fin de la casta brava? – le pregunta Paco Rego, autor del reportaje de “El Mundo”.
- Creo que es el principio del fin y no hay marcha atrás.
El resto de lo publicado en esa página de “El Mundo” son las lamentaciones de un hombre que llegó ya maduro a esto de la ganadería brava, que se erigió en paladín del emblema “Coquilla” y que, a sus 70 años, abandona la lucha sin haber alcanzado la meta que perseguía. Lamentable, sí, pero no tan universalmente trágico. Esperemos.
Dentro de la actualidad preocupante, me fijo en un hecho venturoso que sucedió al final de la pasada corrida de Beneficencia en Madrid. El imprevisible Talavante se inspiró en sus dos toros, les cortó sendas orejas y se ganó la salida a hombros a cargo de “El Chino” y compadres. Pero, nada más traspasar las puertas de salida del ruedo, aquello fue algo similar al salto de la verja de los almonteños con la Virgen del Rocío. Un ciudadano a hombros de otro quería quedarse con la hombrera izquierda de la chaquetilla del extremeño mientras que unos y otros tiraban, empujaban y arrancaban lo que podían del traje grana y oro que habían respetado los toros. Alamares, machos y zapatillas desaparecieron en la tumultuosa manifestación de júbilo y, al final, Talavante se hizo el retrato en el palco de honor junto a sus compañeros de cartel y la infanta Elena y la presidenta Esperanza como cuando El Lute fue detenido tras fugarse de un tren. Antes, los aficionados se podían llevar a un torero hasta la calle del Príncipe o la antigua General Mola en Madrid y hasta el Pilar en Zaragoza y no pasaba nada. ¿Ahora? Sin comentarios.
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