sábado, 16 de febrero de 2019

JOVEN ADOLESCENTE CONOCE EJEA


Por BENJAMÍN BENTURA REMACHA

Nací en Magallón, donde nacieron también mi abuela Pilar Sariñena, conocida en Ejea como “la Benjamina” porque se casó con mi abuelo Benjamín, mis tíos Ana, Ignacio y Manolo, hermanos de mi padre, y mi hermana Gloria. Me llevaron a Ejea  de muy niño y después, tras un paréntesis en San Sebastián durante la guerra del 36 al 39 del siglo XX, allí, en Ejea, hice la Primera Comunión, junto a mi hermana Gloria, al finalizarse la contienda y en las fiestas de la Oliva del mes de septiembre. Salimos en la procesión y regresamos a Madrid, donde mi padre había ejercido como periodista desde 1932. Con apenas cuatro meses, a mí  me llevó a la capital de España mi madre y mi hermana Gloria se quedó en Ejea con nuestros abuelos maternos, Pedro Remacha, notario, y Jesusa Gracia,  zaragozanos los dos. Y yo no volví a Ejea hasta 1946, con 14 años. En realidad las visitas a la capital de Las Cinco Villas durante la guerra fueron muy esporádicas, aunque tengo algunos recuerdos indelebles de aquellas visitas, que mi tío Manolo nos llevó a conocer la finca “Casa Bentura” en un coche marca “Singer” de color amarillo, que vi la primera película de mi vida con mi abuelo Pedro en el “Cinema Imperio”, que era propiedad de mi tío Pepe Ventura, que se ponía el apellido con uve y él tenía sus razones que no me corresponden a mí aclarar. La película quizá fue la primera versión de “Alicia en el País de las Maravillas” y tengo la sensación de que no me gustó demasiado. Mi abuelo Pedro era muy aficionado al cine y tocaba la guitarra y el piano, aunque no acompañó a su hija, mi madre, en dos conciertos que ella protagonizó en los años 20 del siglo XX, uno a beneficio de las víctimas de la guerra de Marruecos y otro al de los niños rusos que se morían de hambre bajo el símbolo de la hoz y el martillo. En esos recitales, a mi madre, Gloria Remacha, le acompañó al piano su amiga Leonor Arregui. Y  otro recuerdo es que cuando había alarma aérea, a todos los chicos de la casa de “Barrihuesca” nos bajaban a dormir a los despachos con colchones tapando balcones y ventanas. Ramón López, que vivía en una de las viviendas de la segunda planta de la casa, me contaba que era él el que me bajaba en brazos a los despachos.   
¿Por qué programaron mis padres ese mi año sabático en Ejea de los Caballeros? De infante, muy infante, me extirpó las amígdalas el doctor Garrido Lestache, en Madrid, pero continuaron mis problemas de infección y un  cardiólogo me dijo que tenía una estenosis mitral y que me recomendaba una temporada de descanso y vida sana. Ejea y mi abuela Pilar eran mi destino. En enero de 1946, con 14 años cumplidos en el anterior mes de septiembre, tomé el tren en la Estación de Atocha de Madrid y me recibió en Zaragoza mi tía Agustina, casada con Blas Berni, el ingeniero de la Confederación del Ebro y director técnico de uno de los tramos del canal de Las Bardenas, el único de la familia que tiene calle en Ejea. Mi tía había dado a luz a su quinto hijo, Jesús, y compartía conmigo unas chocolatinas que me habían dado mis padres para obsequiarle. Estábamos en el piso del Paseo de Pamplona zaragozano, yo pendiente de continuar mi viaje y mi tía pendiente de su recién nacido. Hubo un momento en el que el niño lloró y su madre se sentó en su cama para mecer la cuna que tenía junto a ella. Levantó los brazos, gritó ¡Mis hijos! y el infarto segó su corta existencia. No sé si había llegado a los 40 años. Luego vino todo el jaleo consiguiente, yo estaba en una nube y hasta pensaba si las chocolatinas habían generado aquel dramático desenlace, pasé muchas noches más dándole vueltas al magín y mis tíos desviaron mi ruta y fue Tauste mi destino inmediato. Mi tío Ignacio me llevaba al campo en su Ford galgo de 17 caballos y “ahitepudras” en el maletero y me daba consejos rurales. Hubo un temporal y, ante el campo con árboles con las raíces fuera de la tierra, me recomendó que  “cuando viniera la riada me agachara  como los árboles finos y flexibles y, tras ella, volviera a erguirme”. Mientras tanto, mi tía Adelaida trataba de convencerme de que las acelgas eran unas yerbas comestibles. Tauste y Ejea jugaban en la misma categoría de fútbol regional y los partidos entre ellos no eran ni mucho menos escuela de buenas costumbres. Había aficionados de ambos lugares que las horas en que se celebraban los encuentros debían pasarlos en el cuartel de la Guardia Civil. Cuanto más cercanos, más tremendos. Tauste, Chicago; Ejea, Nueva York.
Mi vida en Ejea fue de lo más organizada. Una habitación para mí solo, junto al cuarto de las llaves, donde mi abuela las guardaba a centenares de la casa, los graneros, las fincas, la huerta, la casa de Magallón, la de Longás o Torres de Berrellen. Doña Pilar, siempre inquieta y fiscalizadora, me encargaba asuntos como ir a la panadería a encargar el pan que había que llevar al monte,  a charlar con Mariano “Peluca”, el encargado de la huerta de la otra acera del Muro, hermano de las “Peluquesas”, que tenían su casa en Barrio Falcón, la mayor servía en casa de mi abuela Jesusa, otra, Julia, niñera mía en Madrid, y una tercera, Antonia, al servicio de otra familia ejeana, visitar al guarnicionero Lambán,al barbero Manuel que ejercía como practicante, a los Sánchez, veterinarios, al albañil Florencio de Bericat o al mecánico Rodeos, al ayuntamiento o a la parroquia (“En mi funeral que no me cante mosén Estanislao” – me decía mi abuela Pilar), marcar unos sacos con sus iniciales y unas letras metálicas o llevar una llave a Magallón. Al final de mi estancia, mi paisana doña Pilar me compensó con veinte billetes de a pesetas de papel recién salidos del Banco de España. Mi tío Manolo me llevaba algunas tardes al casino de la Plaza de España y a tomar una gaseosa al bar “Aragón”, el de Mariano Añón, en la calle Mediavilla, cerca de Casa Cía, proveedor de chocolate de la Academia Militar de Zaragoza cuando Franco era su director: “De noche y de día, Chocolates Cía”.  Con mi tío conocí  a las fuerzas vivas de la villa, a los Cavero farmaceúticos, los Berni, los del gran comercio, los Aznárez y la Casiana, tejidos, los Ajuria, trilladoras, los Marcellán, tratantes de ganado, o doña Mercedes, la heredera de los Ripamilán, don José María Dehesa, médico y de blanco humor, don Ambrosio, el médico y al pastelero, este al principio de la calle Ramón y Cajal, antes “Barrihuesca”,  Luis Bericat Lambán, “Lubela”, empresario de múltiples facetas, y el ciclista Abadía, “Piriro”, que me decía mi padre que había corrido una vuelta a España sin sentarse en el sillín porque con el roce le salían forúnculos“ en salva sea la parte”. Puso una tienda de venta y reparación de bicicletas en la llamada “Casa del Carlista”.
Por ese año de 1946, estaba asfaltado el Paseo del Muro, pero lo que ahora conocemos como Avenida de Cosculluela estaba todavía de tierra, con arbolado en el centro, el quiosco de Marzo en su comienzo, frente a la puerta principal del Ayuntamiento, la huerta de la Galinda y una docena de viviendas, a una de las cuales se trasladó la familia de Ramón López, que ya por entonces trabajaba como electricista a las órdenes del conocido como “Sardina”, la de los Serrano, donde estuvo el primer bar moderno, el “Avenida”, el herrero Marín, la serrería de Lubela o la churrería de los hermanos Díez en fiestas, en la esquina con el Muro. La pequeña de los Díez lucía su gracia y su hermosura tocada con un blanco gorro de estilo cuartelero. Allí, en el gran solar, se montaba la plaza de toros y se celebraban novilladas con el donostiarra Recondo o “El Ejeano”, al que apoderaba Lubela, el de la serrería que también levantó otro coso taurino con maderas.  Agustín Magdalena ya había entrado en el Banco Hispano de botones, todavía en el primer domicilio del Banco de la Plaza de España, Manín seguía los pasos de  su tío el matarife y Zacarías actuaba de portero con el equipo de fútbol de Ejea. Las Peire nacían en la parte alta del  bar de la Geroma, junto a la escalera de subida a Santa María, en la otra esquina, la casa de Felisa Longás “La Millonaria”. Calle de las Herrerías, refugió de los más discretos los días de baile en la plaza y donde nació Miguel Peropadre “Cinco Villas”, primer matador de toros ejeano, el 6 de junio de este año de 1946 que evoco. Al padre de Miguel le llamaban “El Hombrón” porque era persona de envergadura aunque quebrado por la cintura como consecuencia de un baño en un pozo de agua fría. La familia Peropadre era oriunda de Épila y tenían una tienda  en la citada calle de Herrerías.                                              
Yo venía de Madrid, en donde una gallina era “bacato di cardinale”, y me encontré con la peste aviar y Teodora la Chava, la cocinera, a la que mi abuela le avisa cuando alguna gallina arrastraba un ala. “Teodora, esa a la cazuela”. Llegué a aborrecer a tan suculentas piezas, pata o pechuga. Y el caso es que todavía no he recuperado el gusto por tal manjar y menos desde que las gallinas y los pollos se crían en granjas. Como el pescado de factoría. La moza joven era Eulampia, hija del mayoral de nuestra ganadería lanar y residentes en la casa que todavía existe en la finca de Luna. El sobrestante (capataz en otros lugares) era Julio Espés¸ pelotari y diente de oro, que hubo de dejar el puesto a José Caudevilla por no sé qué asuntos de unos sacos de azúcar rellenados con sal. José, como Teodora, eran de las familia de los Chavos. Silvino, hermano de Eulampia, se hizo un experto tractorista. Para el verano venía de Gea de Albarracín, pueblo donde nació mi bisabuela Isabel Julián, casada con Ignacio, mi bisabuelo carlista, una cuadrilla de agosteros. Se organizaba una especie de caravana con seis segadoras, otras tantas galeras de las que construía Agapito y decoraba su hijo Teodoro y una treintena de mulas y caballos para hacer la recolección en Santa Anastasia, luego pueblo de Colonización, o la Casa Bentura, en el término de Ñuna. Datos para la Historia.  
UN PARÉNTESIS
Al margen de mi juvenil edad bueno es recordar qué pasaba en España en ese año de 1946, a siete años del final de la guerra civil, ya pacificados Europa y el Mundo de la guerra mundial y muchos países en contra nuestro régimen. Polacos, bajo el mando de lo URSS, los propios soviéticos, mexicanos, receptores del exilio hispano, y franceses pidieron la intervención militar contra España. La revista “Time” publicó en portada una caricatura de Franco con traje militar y haciendo equilibrios en la cuerda floja. La ONU decidía nuestro aislamiento y la Argentina de Perón fue, con un par de países más de Hispania, la única que se puso a nuestro lado y nos envió toneladas de su trigo para que no se diera más la tragedia de no tener ni un trozo de pan para comer. Jacobo Morcillo compuso la que puede ser la canción más popular de la post-guerra hasta la llegada de los “The Beatles”: “La Vaca Lechera”, la que daba leche merengada. Se inventó el bikini que se prohibió en España y que no llegó a Ejea hasta que vino la esposa de Paco Moriones y lo lució en la piscina de la huerta de Valeriano. Se fundó “La Codorniz”,  “Chicote” era el bar de copas de Madrid y España y lugar donde se podía adquirir la penicilina. “Don Perico” veraneaba en Panticosa y todos los años organizaba una carrera ciclista con la subida a tan maravilloso lugar, donde también veraneaba el marqués de La Cadena, “Don Indalecio” en el mundo de los toros. Igualmente estaba prohibido el carnaval, se estrenó la película “Casablanca” con algunos cambios en el doblaje al español (peor fue años después lo de la película “Cuando ruge la marabunta”, con Ava Gadner) y nos visitaron Mario Moreno “Cantinflas” y Carlos Arruza, que no pudo alternar con Manuel Rodríguez “Manolete” porque ese año el de Córdoba sólo hizo un paseíllo en España, en Madrid, en la Corrida de la Beneficencia y con “Gitanillo de Tríana”, Antonio Bienvenida y Luis Miguel Dominguín en el paseíllo. Los grandes de la cultura eran Jacinto Benavente, José María Pemán, Marquina y Manuel de Falla. Enrique Jardiel Poncela, que tiene calle en Zaragoza junto al Pilar, callle Jardiel, en el teatro del absurdo, y Celia Gámez en las revistas llamadas de “varietés”. Enrique Rambal en los grandes montajes, Arturito Pomar, niño prodigio del ajedrez, Eduardo Teús, inventor del marcador simultáneo y la quiniela futbolística a 2 pesetas la apuesta y el “Cola-Cao” para el desayuno ideal. Entusiásticas manifestaciones reunían en la plaza de Oriente de Madrid, frente al Palacio Real, a millares de españolitos contra la ONU.
DE VUELTA A LA VILLA
Quizás lo que más me impresionó de mi estancia en Ejea fue lo de los maquis. Fui a cortarme el pelo y allí me comentaron que los maquis habían estado en Erla, en donde sólo se libró el cura párroco, que subió a la torre de la iglesia con un trabuco en sus manos, y en Paules, en donde habían ametrallado el auto de Carmen de Ena. Decían que su chófer era colaborador de aquellos guerrilleros que estaban organizados y subvencionados por los comunistas franceses y rusos.
-. La próxima vez vendrán a Ejea y la primera visita la harán a casa de  “la Benjamina”.
Había quienes lo decían en broma y otros como un deseo a pesar de que mi familia no se apuntó a facción alguna. Yo quería tomármelo como lejana suposición y remota posibilidad de que me hicieran comerme el carnet de Falange porque nunca lo tuve. Ni antes ni después. Decían los morbosos que a un falangista de Erla se lo habían hecho tragar con grapas incluidas. A pesar de todo, mi estancia en Ejea fue placentera y provechosa. Y culturalmente muy positiva porque, entre otras cosas, tuve el privilegio de ver en escena a un gran actor: don Enrique Borrás. José Ventura tenía amistad con el actor catalán y consiguió que viniera a Ejea con su compañía para actuar tres noches seguidas en las que interpretó “El Cardenal” y dos obras más con el mismo vestuario todas ellas porque no llegó el de estos otros dramas. El abono costó 30 pesetas y me lo pagó mi tío Manolo. Borrás era un genio de la interpretación. Nació en Barcelona en 1863 y murió en su ciudad natal el 4 de noviembre de 1957. Comenzó en el Romea barcelonés con Antonio Vico y formó compañía con María Guerrero, Rosa Pino, Margarita Xirgú y Catalina Bárcena. Fue titular del teatro Español de Madrid y recorrió España con obras de Riseñol, Unamuno, Sakespeare y los grandes autores de su tiempo, incluida la obra clásica del teatro catalán, “Terra Baixa”.
Y ya que estoy con el teatro recordaré a “Mario Albars”, que era el nombre artístico del dentista Cándido Antolín, que, por entonces, recorría algunos pueblos de la provincia de Zaragoza en los que no había más atención odontológica que las tenazas de los sacamuelas, también en manos de los barberos. A Antolín lo conocí en una de sus visitas a mi abuela Pilar y ha dado la casualidad de que un biznieto suyo, Miguel, me ha sacado hace unos días mi última muela. Han pasado más de setenta años y muchas cosas más. Casi las he contado todas. Algunas se me han olvidado. “Laus Deo”.

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