Me ha llamado mi hijo Ignacio, padre de Diego Bentura, tocayo y descendiente del ganadero del siglo XVIII que lidió toros en Madrid, Zaragoza y Pamplona, y me ha dicho que Luis Miguel confesó que no era cierta la anécdota famosa con Ava Gadner al salir de su habitación, que se la inventó. Ahora solo falta que no sea verdad lo que le contestó Juan Belmonte a don Ramón María cuando este le dijo al falso trianero que solo le faltaba morir en la plaza. No se les puede quitar a los toros todo el ropaje que los transfiguran. No se pueden eliminar las plazas de carros ni los templos en los que se oficia la sagrada ceremonia de la corrida de toros. Tampoco se debe cercenar la liturgia desde el paseíllo a la salida por la Puerta Grande. Ni se pueden desmontar las piedras del templo y trasladarlas a Nueva York, como se hizo en tiempos con las del Románico o el Gótico. Pero tampoco seamos más papistas que el Papa. Admitamos la lógica y confortable evolución. Cuando se cubrió la plaza de toros de Zaragoza, en cuya gestión participé activamente, hubo algunas voces discrepantes que defendían la tesis de que nuestra fiesta nacional necesitaba de sol y moscas y es posible que tuvieran algo de razón. La Monumental de Barcelona se ha cerrado cuando en su graderío uno podía acomodarse en confortables butacas de plástico. San Sebastián ha perdido clientela en su moderno coso, en el Carabanchel madrileño se tienen que apoyar en el baloncesto para sobrevivir, La Coruña ha desaparecido del mapa torero y las del cinturón madrileño dormitan algunos sueños de hipotéticas glorias toreras.
Madrid anuncia para este invierno una innovación que tuvo su precedente hace años en el romano circo de Nimes. En la capital francesa se colocó una cubierta neumática que disminuía su capacidad pero que posibilitaba la celebración de novilladas en pleno invierno. No duró mucho la experiencia, por lo que se puede colegir que no fue positiva. Sin embargo, lo de Las Ventas es distinto. Se trata de una empresa de espectáculos musicales que va a poner una cubierta bajo gradas y andanadas para utilizar solo los tendidos y entonces don José Antonio, “Zorro plateado”, ha insinuado que aprovecharan el invento para organizar novilladas. Desde tiempos inmemoriales se ha tratado de paliar la sequía taurina en las canales del invierno y, a principios del siglo pasado, se utilizó la figura de “Don Tancredo”, aquel que suscribió un seguro de enterramiento, para llevar a los aficionados a la plaza que estaba en lo que hoy es el Palacio de los Deportes, en la avenida de Felipe II. Bien está y Madrid, en marzo del año que viene, volverá a tener su plaza de “Los Vientos” y lloverá en mayo, por San Isidro, porque es muy bueno que llueva en primavera. Yo el tiempo lluvioso le llamo “buen tiempo”. Asientos de granito estrechos e incómodos, con la salvedad de los sillones escurialenses que se perfuman con los aromas del ciemo de los corrales. En uno de esos sillones se sentaba en mis tiempos jóvenes el general legionario y mutilado Millán Astray, manco y tuerto, padrino de boda de Celia Gámez. Luego, Madrid era de Victorino y de Andrés Vázquez, pero, para mí, el que más largo periodo fue torero de Madrid es Antonio Bienvenida , el de General Mola. Su padre, don Manuel, decía que el mejor torero de la familia era Juanito, pero es que los padres siempre protegen al más débil. A mi amigo cordobés José María Portillo, no sé si más “bienvenidista” que “pepeluisista”, le he contado lo que dijo el “Papa Negro” después de ver torear a Antonio en San Sebastián de los Reyes: “Ya me puedo morir tranquilo. Ya he visto torear”. Y se murió, claro.
Pero ahora toca hablar del continente, no del contenido. De las plazas de toros. A la memoria me viene la de “Las Arenas” perfectamente restaurada y sin toros. Son como las mezquitas musulmanas que Fernando el Santo convertía en catedrales y, como era hombre de buen gusto, conservaba lo que de bello tenían los templos de Alá. Es lo que le puede ocurrir momentáneamente a la plaza de Madrid, a la Monumental de México o a la Santamaría de Bogotá. En Las Ventas del Espíritu Santo parece que no hay peligro inmediato aunque no podamos descartar que la gran explanada pueda convertirse algún día en un monstruo comercial junto a la M-30. Hace más de 80 años aquello era un extenso descampado en el que primero se puso la sartén y luego se encendió el fuego. Allí estaba la gran plaza de toros de bella silueta neo-mudéjar, a la que solo podían acceder los alpinistas y algún que otro vehículo acorazado. Así se dio la corrida de la bandera republicana en 1931, pero hubo que esperar hasta el final de la temporada de 1934 para encadenar unos cuantos festejos que condenaron al ostracismo a la de lo que era la Carretera de Aragón a la altura del cruce de Goya con Alcalá. En Madrid no veo demasiado e inminente peligro, pero ¿qué va a pasar con México, Bogotá o San Sebastián? ¿Y en Zaragoza? En México se habla de instalar en el embudo de Cuatro Caminos un complejo cultural, deportivo juvenil. No es como en 1946, ahora la de México está más cerca del centro de la ciudad. La Santamaría de Bogotá, por decisión del alcalde de la ciudad, Gustavo Petro, “de piedra ha de ser la cama”, está cerrada a los espectáculos taurinos porque este señor ha prohibido su celebración. La Corte Constitucional le ha dicho que “prohibido prohibir” por parte de los alcaldes y concejos, que en Bogotá hay corridas desde 1750 y que el tema no es estar o no de acuerdo con las corridas, sino en la libertad de realizarlas si hay personas que quieren verlas. Luego, nuestra San Sebastián, antes refugio de los franceses de Burdeos, Bayona, Pau y el resto de los Pirineos occidentales. José Antonio Chopera ha dicho que, si sus sobrinos tiran la toalla, a él no le importaría intentar que la de Illumbe siguiera siendo plaza de toros, que para eso fue construida tras los años soledad torera que supuso el derribo del coso del otro lado del Urumea. ¿Qué pasará? ¿Y Zaragoza? No soy amigo de hacerle las cuentas a nadie, pero a los empresarios les tienen que salir porque, de lo contrario, se van con la música a otra parte. La incertidumbre es grande y si empezamos por destruir el continente ¿dónde ubicaremos el contenido? Los toros, los toreros y el público. Panorama tenebroso alumbrado por una calabaza vacía con ojos, nariz y boca y una vela encendida dentro. Y esto no nos llego vía Nueva York. Cuando yo era chico, por “Todos los Santos” ya jugábamos a fantasmas.
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